(A Lita y Fico Vogelius,
que nada tienen
que ver con esta historia)
Dentro de un rato sonará, a
las cinco en punto de la matina, ese puto despertador que el día que gane el
Prode o asalte un Banco reventaré contra la pared de una patada, como reventaré
a tantas otras cosas, y me levantaré en puntas de pie para no despertar a
Margarita que duerme a mi lado a patas sueltas hace dieciocho años, me vestiré
en el baño y saldré más o menos a las cinco y diez rumbo a la
Primera de Saavedra chupando el primer cigarrillo de la mañana. La Primera de
Saavedra es la fábrica de jaulas en la cual trabajo desde el día que mi padre
decidió echarme a la calle de un puntapié.
En todos estos años he
hecho miles de jaulas, tantas que me sorprende que todavía ande por el aire
algún pajarito suelto. Un día, esto pienso mientras las hago, construiré una
bien grande, la más grande de todas, con unos gruesos barrotes de hierro y
meteré ahí dentro a Margarita y su desgraciada madre, esto es, mi puta suegra y
las sumergiré a las dos, luego de alimentarlas con alpiste envenenado, en el
Riachuelo, nada de un arroyo limpio y rumoroso ni siquiera del Río de la
Plata, que por ser el más ancho del mundo con seguridad podría resumir tanta
maldad, sino en el Riachuelo para que se chupen todo ese olor a podrido que
viene de los mataderos y revienten en forma.
Me alegro y me consuelo
pensando en esto aunque sé que nunca lo haré porque soy un pobre infeliz. En
lugar de eso sé que me levantaré en puntas de pie dentro de un rato y de que en
puntas de pie recorreré el resto de mi vida. Pensé cuando murió mi
abuela, que decían que tenía en el sótano una pila de valijas llenas de plata,
que las cosas iban a ser distintas. Pero no. Todo lo que dejó mi abuela fue una
estatuita de la Virgen de Lujan que preside mi casa y delante de la cual
Margarita se persigna hasta cuando pasa revoleando la escoba detrás de mí. Yo
me pregunto cómo tanta devoción en tantos años no le ha metido un poco de
humildad, por no decir sencillamente bondad, en su abultado cuerpo. Pero no
quiero pensar en esto porque es capaz de despertarse en este mismo momento y
zamparme un puñetazo en medio de la cara. Yo no sé cómo mierda hace, pero me adivina
hasta el último pensamiento. Con excepción del de la jaula, que lo tengo fuera
de casa.
En lugar de pensar en todo
esto, que sólo sirve para amargarme, debiera tratar de aprovechar hasta el
último minuto antes de las cinco pero sucede que anoche tuvimos una pelea fenomenal
y después un sueño cargado de pesadillas. La última acaba de despertarme y ya
no puedo pegar un ojo.
Soñé precisamente que
estaba haciendo la jaula esa, cantando y silbando, cuando de pronto me cayó
encima la Margarita echando sapos y culebras, de las que se alimenta, supongo, mientras
yo estoy afuera sudando como un penado al rayo del sol, y que me hacía una
llave como las de Titanes en el Ring y por último, para rematarla, o más
bien rematarme, me asfixiaba con una de sus enormes tetas. Ahí, por suerte,
desperté con la cabeza debajo de la almohada y la impresión fue tanta que no
pude volver a pegar los ojos. Y pensar que fueron justo esas tetas las que me
perdieron. Ahora parecen dos bolsas rellenas de trapos pero antes cada una por
separado era la piedra movediza de Tandil.
Bueno, aparte de la
estatuita, que amarré bien alto en un nicho de madera en forma de jaula que
construí yo mismo para que esté a salvo de las batallas que se suceden más
abajo, mi abuela, a la que nada reprocho, me dejó sus santas devociones.
Echando cuentas, eso ha sido lo más importante para mí pues me ayudó bastante a
atravesar esta negra vida sin quejarme más de lo necesario ni echarme al paso
del Mitre como me sugirió tantas veces Margarita y yo mismo lo pensé. Pero, según se
mire, al propio tiempo fue esa devoción la que me perdió. Aunque yo creo hasta
hoy que de todo eso saldrá algún provecho, que alguien en el mundo se debe
haber favorecido, por lo menos el tipo que seguía en la lista y se salvó de
Margarita.
La mano vino así. Creo que
fue en el 45, un sábado 14 de septiembre, con la primavera adelantada, detalle
que hay que tomar en cuenta. Yo acababa de llegar de mi pueblo, Chacabuco, con
la virgen envuelta en un paquete y una valija de cartón. Fui a parar a una pensión
de Plaza Italia. La semana la tenía ocupada con la Primera de Saavedra pero los
fines no sabía qué hacer. Daba vueltas por la plaza como un idiota, soñando con
mi pueblo o minas en pelotas que caían a mis pies de los pocos árboles que hay
allí y me pedían a gritos que las violara hasta que el olor a empanadas fritas
que bombeaban los boliches de Santa Fe casi me hacía perder el conocimiento.
Fue en uno de esos días que vi pegado a las paredes un letrero amarillo de la Sociedad
de Peregrinos a Pie al Santuario Nacional de Nuestra Señora de Lujan que
invitaba a la próxima peregrinación anual. En el letrero se daban todas las
instrucciones, desde los botines a calzar hasta los pensamientos que había que
poner en la cosa.
Ese año yo me había salvado
de la colimba por número bajo y a raíz de eso, que tomé entonces por una
suerte, prometí ir a pie a Lujan y de rodillas desde la puerta del santuario
hasta el camarín de la virgen. Al día siguiente, después que volví de la
Primera, me fui a anotar a la sede de la Sociedad, en Independencia al 900. Por
esos días, y véase cómo maniobra el destino, debieron anotarse Margarita y
Requena, para ingresar en mi vida el próximo 14 de septiembre, aunque, desde luego, no
fuese ésa la intención que los llevó al mismo lugar que yo, como tampoco fue la
mía.
En los días previos me
entrené y preparé como si fuese a correr en las Doce a Bragado que se corren en
mi pueblo más o menos para el mismo tiempo y en las que corría mi tío Agustín,
que también la pateó a Lujan, pero desde Chacabuco, más de cien kilómetros a
pata el muy animal y llevando un estandarte de la Congregación de San Luis
Gonzaga que cuando soplaba una racha de viento lo arrancaba del pavimento.
Siguiendo las instrucciones
del volante que me dieron y las que recordaba de mi tío Agustín, me armé de un
par de botines patria, me vendé los pies sin tirar de las vendas, me puse un
plástico debajo de la camisa para aguantar el frío y el 14 me largué temprano
hasta la Basílica de San José de Flores, que era desde donde partía la
peregrinación. Encabezaba la marcha un cura que hablaba como Balbín y más o
menos decía las mismas choteras, aunque referidas a la Santa Iglesia y no a la
Unión Cívica Radical, se entiende, y llevaba un bastón que revoleaba cada tanto para
darnos aliento y que si no lo paran, pues para mí estaba como poseso, hubiese
seguido lo menos hasta Mendoza. Era flaco y duro como un palo de madura y
despedía un fuego por los ojos.
Bien, cantamos Ven, sube
a la montaña y echamos a andar a un mismo paso. En ese momento no imaginé
cómo esos sencillos pasos me podían llevar tan lejos. Desde entonces pongo
algún cuidado siempre que echo el primero y no sé con seguridad a dónde voy.
Qué iba a sospechar yo todo lo que vendría después cuando di aquel primer paso,
el 14 de septiembre de 1945. Salimos a las 7 de la mañana y a las 9 estábamos
cruzando Liniers. Cuando pasé por debajo del puente de la General Paz me puse
melancólico pues pensé que iba para mi pueblo que queda en la misma dirección,
sobre la misma ruta, es decir, la 7. Fue ahí donde reparé por primera vez en el
tipo que traía al lado.
No fue que reparé sino que
se me vino encima, me echó los brazos al cuello y me dijo, resollando,
"Negro, aquí me muero". Yo le dije: "Viejo, recién estamos en
Liniers". "Eso es lo que me mata —dijo él—. La idea." Dijo una
gran verdad porque, por lo que sé, hasta hoy lo que lo mataron fueron las
ideas. El tipo se llamaba Requena y no estaba lo que se dice en forma. Por empezar
llevaba puesto un sobretodo, algo que expresamente no se recomienda. Para colmo llevaba un toco de libros,
una pila, que era El Nuevo Testamento en Salmos, de las ediciones paulistas,
más de 500 páginas en papel finito que si en Liniers cada uno pesaba ya como un
ladrillo en Morón o Merlo pesarían lo que una pared entera.
El desgraciado, todavía
colgado de mis hombros, me vendió un libro de esos que tenía marcado el precio
de tres pesos, pero que Requena vendía a cuatro, como ayuda a no sé qué institución.
Además hizo que cargara con el resto de la pila, aparte del sobretodo. Como yo
era un pendejo que echaba fuego por todos los lados y a cada rato el mundo me
quedaba chico cargué con todo sin chistar y aun hubiese cargado con el propio
Requena, lo cual en cierta forma hice desde ese momento, aunque en otro
sentido. Creo que de ahí le vino la idea de publicar libros él mismo, desde la Imitación
de Cristo hasta las Verdaderas Memorias de una Princesa Rusa, de
Oberdan Rocamora, y, en combina con el turco Asís, Breve manual del pedaleo y
Karate y sexo, con veinte llaves inéditas científicamente ilustradas, lo que dio luego
pie a REQUENA EDITOR, que es el último oficio que le conocí.
Lo bueno de él, según se
mire, es que siempre se le está ocurriendo una forma nueva de encarar esta
miserable vida. Yo sé que un día mandará todo a pasear y se echará al medio del
camino y entonces inventará al mundo de punta a punta en sociedad con el mismo
Padre Todopoderoso. Bien, cargué el sobretodo y el paquete, el cura revoleó el
bastón y comenzó a rezar los misterios dolorosos, con carácter penitencial. Fue
ahí exactamente donde apareció en mi vida Margarita, este mismo pedazo de carne
que ahora suspira al lado mío y sonríe en sueños vaya a saber pensando en
qué maldad. Porque eso es lo que yo no entendí nunca, que las mujeres son un
pozo de maldad.
Esta advertencia debiera
ponerse en todos los caminos, como las señales de tránsito, y en los paquetes
de cigarrillos y en los sobres de los preservativos. Qué otra vida hubiese sido
la mía si yo hubiese visto esa señal a tiempo. Probablemente no le habría hecho
caso y me hubiese ensartado en la misma forma porque estaba escrito y además
Margarita en ese tiempo era un monumento capaz de ocultar
cualquier señal, por grande que fuese, con cada uno de los sólidos detalles que
lo componían.
Más o menos es lo que
pienso cuando leo u oigo hablar del monumento a los caídos. De paso obsérvese
nuevamente en qué forma procede el destino. En ese momento fue un detalle insignificante,
pero a partir de ese detalle mi vida pegaba un giro de noventa grados y
arrancaba para otro lado. El detalle en cuestión fue que al lado, un poco a mi
derecha y un poco atrás, empecé a escuchar una voz cantarína
que arrancaba con cada Ave María adelantándose y comandando, diría excitando si
no fuese que en esas circunstancias se entendería de otra forma, al lote de sonámbulos
que marchaba arrastrando los pies por la calle Rivadavia, que aparte de ser la
más larga del mundo el cansancio la estiraba a cada metro un poco más. Me volví
y fue que vi por primera vez a Margarita.
Requena me preguntó si me pasaba algo porque entré a caminar a paso de ganso y
a rezar a los gritos. Requena iba y venía entre la gente vendiendo sus libritos
y yo, cuando vi lo que vi, casi tiro el resto de la pila por encima de las
cabezas de los peregrinos.
Él pensó que empezaba a ver
visiones por el esfuerzo de la caminata. En cierta forma era verdad. Margarita
en ese tiempo era una hembra colosal, sin el menor desperdicio, con un par de
porrones que daban mareos, los mismos que ahora yacen como dos piñatas
desinfladas o como mis pantalones de brin sanforizado con manchas de grasa que
esperan ellos también a que suene el despertador sobre el respaldo de la silla.
Por un instante me olvidé de lo que estaba haciendo allí y el demonio
me entró en el cuerpo al rojo vivo. El cura en ese momento, como si adivinara
la situación, levantó el bastón y pegó un brinco y yo me concentré en el tercer
misterio.
Requena, que en Morón había
terminado de vender los libritos y hasta vendió el mío, se puso a partir de ahí
a hablar de comidas. Yo iba bien hasta entonces pero el desgraciado me tocó mi
punto flaco por esa época, aparte de las hembritas, que lo siguen siendo. A
cada rato me decía, entre misterio y misterio. "¿No te comerías un
sanguche de milanesa, flaco?" o "Ni siquiera se me ocurrió traer un
par de huevos duros" o "¿Te imaginas un plato de ravioles de ricota
con salsa mixta?" o, y ahí me mató, "Me comería un lechón entero,
hecho con brasitas de marlo y bastante
limón". Cuando mencionó la palabra lechón me empezó a saltar espuma por la
boca. Me acordé en el acto de los lechones que hace mi viejo en el Cicles Club
de Chacabuco o en el fondo de mi casa, debajo de la parra de uva chinche, con
el cuento tostado y duro que se raja y deja entrever la grasita y las costillas
que se van soltando solas por el calor y los riñoncitos que largan una perfumada
nubecita de vapor. Casi me desmayo. Por suerte Requena que cuando pasamos por Merlo
ya deliraba empezó a pedir a los gritos un plato de buseca y cayó redondo en
medio del pavimento. Lo metimos en una ambulancia, después que el cura lo roció
con un hisopo, y se lo llevaron para Lujan soñando posiblemente con un plato de
"fusiles" al pesto.
Creo que ahí cambiamos las primeras
palabras con Margarita que me preguntó si el señor, esto es, Requena era mi
amigo y yo le dije que sí aunque acababa de conocerlo y ella exclamó
"¡Pobre señor!", y agitó los pechos y yo vi el cielo de color rojo.
El resto del camino traté de concentrarme en motivos religiosos y a veces en
mis pies que ya echaban un chorro de humo pero cada tanto mi mirada se desviaba
hacia la derecha, un poco atrás. Ella seguía rezando con las
manos juntas como Santa Teresita, la de yeso que había en la iglesia de mi
pueblo, sólo que no era de yeso para nada sino enteramente de carne y hueso, sobre
todo de came de la mejor calidad que se removía bajo sus ropas y al parecer
enviaba como unas ondas o rayos eléctricos que me quemaban la piel.
Cuando llegamos a la
basílica encontré a Requena al lado de la verja completamente fresco
repartiendo otra pila de libritos. Me saludó y me abrazó como si yo acabase de
ganar las Doce a Bragado. Le entregué el sobretodo que de Moreno en adelante
pesaba como si arrastrase a un muerto. Compré una vela de cera de mi exacta
altura, según se acostumbra, con velas y estampitas y que, por el precio, pensé
que se pagaba a crédito y me dispuse a cumplir con mi
promesa. Comencé a subir de
rodillas las escaleras con Requena de un lado y del otro Margarita, que al
enterarse de mi promesa se había conmovido hasta las lágrimas, rumbo al camarín
de la virgen. Cuando traspuse la puerta me pareció que ya estaba andando sobre
los propios huesos.
Recé un padrenuestro, un
credo y cuanto me acordé en ese momento para ganar tiempo y recuperar el aire. Requena
me animó con un empujoncito en la espalda pero lo que me lanzó verdaderamente
hacia adelante casi a la carrera fue el hecho de que Margarita extrajo un pañuelito
perfumado de entre los pechos y me secó el sudor de la frente. Ahí sentí que
podía correr sobre mis rodillas hasta la cordillera de los Andes, ida y vuelta.
Con todo en mitad de la nave tuve la impresión de que las piernas se me
reducían y que pronto iba a estar avanzando sobre mis caderas. Sea como
fuere llegué al pie de la escalera del camarín, cerré los ojos y comencé a trepar
tanteando los escalones. Cada vez que despegaba una rodilla del duro mármol era
como si me arrancasen las tripas y una vez me abracé de una pierna de Margarita
y entonces piqué hasta la punta de la escalera de un tirón, creo que salteando
inclusive algunos escalones.
Hubo una solemne misa
concelebrada y el cura del bastón, después del evangelio, se echó un sermón
sobre el pecado y la puta condición humana a propósito del sordomudo sanado por
Jesucristo, o sea, el pecador consuetudinario curado por la gracia del Señor,
que casi nos reduce a polvo.
Después de disparar toda la
artillería sobre el rebaño de pecadores que, por descontado, éramos nosotros,
el cura, cuando explicaba con lujo de detalles cómo el estado del sordomudo del
Evangelio representa el estado del pecador empedernido, gritó sobre la punta de
los pies, sacando medio cuerpo del pulpito como si fuese a caer literalmente sobre
nosotros, "El sordomudo se encontraba en una condición bien lamentable
puesto que se hallaba privado del oído y del habla; pero no lo es menos la del
pecador consuetudinario que se halla espiritualmente privado del
oído y de la palabra. En efecto, este desgraciado pecador no da oídos a las
voces de la conciencia, que le reprende los delitos cotidianos. No hace caso de
los amorosos consejos de los amigos y parientes, que querrían verle fuera del
camino de la perdición. No presta oídos a la voz de Dios, que ya indirectamente
por medio de algún acontecimiento inesperado, ya directamente por medio de
alguna inspiración interior, le dice: "¡Conviértete y ámame!".
Mientras el cura esto decía
o gritaba, señalaba torvamente, en su intención a un pecador imaginario pero de
hecho a una vieja que había en la primera fila y que empezó a temblar como una
caña removida por el viento. Requena se golpeaba el pecho como si fuese a
voltearse uno o dos pulmones, lo cual hacía más tétrico el asunto. Total que la
vieja saltó del banco y se puso a gritar: Peccato! Peccato! Madonna mia abbi pietá di
me...! Al
principio yo pensé que era una especie de claque pero cuando la vieja comenzó a
arrancarse la ropa vi que iba en serio, tanto que el mismo cura escondió la
mano y empezó a empalidecer. Por suerte la pararon unas señoras aunque después
de todo si hubiese quedado en pelota la verdad es que le habríamos tomado
verdadero asco al pecado. El cura terminó tirando la manga a todos los
pecadores allí presentes. El único inocente resultó Requena que cuando pasaron
el cepillo entró en éxtasis alzando los brazos al cielo de manera que hubiese sido
una irreverencia pretender que los bajase hacia el bolsillo. La misa terminó
cuando la mitad de la vela me había chorreado sobre la mano y me sentía
realmente como si el demonio en persona hubiese salido de mi cuerpo, liviano y
finito como el de un ángel. Traté de levantarme y salir como los demás pero
me vine en banda y sólo después de masajearme las rodillas y zamparme un par de
aspirinas salí de allí sostenido de un lado por Requena y del otro por Margarita.
Donde se ve en esto y lo
que sigue como el destino no para de tejer su tela un solo minuto. Margarita,
que había venido con los viejos y el hermano, un taradito que sonreía a cada rato
como si supiera algo que nosotros desconocíamos, por ejemplo, que iba a
estallar una bomba y nos iba a pulverizar a todos, menos a él, nos invitó,
siguiente paso del destino, a compartir el contenido de una canasta que el viejo
fue a recoger del camión que traía los bultos y paquetes de los peregrinos. Requena
se apresuró a aceptar la invitación y así, en dulce conversa, nos fuimos a la orilla
del río Lujan y alquilamos una de esas roñosas mesas bajo los sauces, entre
papeles y mugre y alguna otra cosa. La vieja abrió el canasto y entró a sacar
la comida para un regimiento.
El viejo descorchó una
damajuana de tinto riojano y, después de persignarnos devotamente, comenzamos a
comer con elegante ferocidad, sobre todo Requena que mientras hablaba de grandes
negocios se embuchó un matambre casero y medio pollo frío al limón. Yo comía y miraba
a Margarita. Comíamos y nos mirábamos, algo tan simple, y nos reíamos de nada.
El vino nos soltó la lengua y empecé a hablar de mi pueblo. Mi pueblo es un
montón de historias a poco más de cien kilómetros de Lujan, sobre la misma
ruta, y cualquier cosa que uno cuenta de él se parece a la historia de
cualquier tipo de cualquier polvoriento pueblo de la provincia. De manera que
nos pusimos un poco melancólicos y cada uno pensó en su propio pueblo, allá a
sus espaldas, incluso el propio Requena que comenzó a hablar de gentes y caminos
y otros pueblachos semejantes al mío. Después de la comida el viejo se echó al
pie de
un sauce y al rato estaba
roncando. Requena se fue a remojar los pies con el taradito, que a esta altura
se llamaba Juan José, y yo me fui a dar una vuelta con Margarita, que con el
vino y la comida se había puesto más encarnada y más eléctrica, por así decir.
Primero recorrimos los juegos, como era inevitable. Luego de la Flor Azteca
subimos a una calesita, por sugerencia de Margarita que se hacía, ahora comprendo,
la nena, cosa que me enloqueció en ese momento como a un buen boludo.
Yo trepé a un caballo de
madera y ella a un bote, yo subía y ella bajaba al compás del vals Desde el
alma, de manera que sus tetas, a las que yo observaba de reojo, subían y
bajaban en la misma forma, por supuesto, y cuando ellas subían, subían mis ojos
y cuando ellas bajaba, bajaban, que era cuando tenía yo la mejor visión del
asunto. Al rato más bien parecían algo que no tenía que ver con Margarita, que
estaba detrás, naturalmente, y yo las miraba subiendo y bajando como subía y bajaba
mi duro pajarito que golpeaba contra el lomo del caballo, con absoluta
naturalidad, no sólo voluptuosas sino majestuosas como un barco con las velas henchidas
tirando victoriosamente para adelante. Dimos cuatro vueltas.
Después probé al tiro al blanco pero los rifles de aire comprimido estaban tan
desviados que apunté a un pato de lata y por poco le doy al tipo que tenía al
lado.
Finalmente, decidí probar
mi fuerza en ese puto aparatito con dos manijas posiblemente conectadas a una
batería y que uno va separando y a medida que las separa marcan un número en un
tablero y destilan una pequeña corriente eléctrica que al principio apenas se
insinúa como un cosquilleo alentador. Yo miraba a Margarita y
sonreía de manera que no prestaba verdadera atención al aparato ese. Así que
como, en apariencia, no pasaba nada sonreí nuevamente a Margarita, que me
alentó con un cabeceo muy gentil, y separé las manijas de golpe. La máquina me
disparó tal patada que se me arrugaron las pelotas, me temblaron los dientes y
la lengua se me retorció dentro de la boca como a un ahorcado.
Creo que si en ese momento
me ponen una bombita de ciento veinte en la oreja la enciendo por largo rato.
Cerré los ojos y vi un puñado de locas estrellas que giraban sobre una noche
inmensa y luego, debo haber abierto los ojos, vi en medio de las estrellas a
Margarita que aplaudía no sé muy bien qué cosa. Cuando pude volver a
caminar, nos alejamos de allí rumbeando descuidadamente hacia los árboles del
fondo, cerca de la ruta 7. De vez en cuando, entre las copas de los árboles
entreveía las torres de la basílica pero yo desviaba enseguida la mirada.
Había algunas parejas por
esos árboles rascando entre papeles y restos de comidas pero Margarita no
parecía pisar en esta tierra y hablaba de asuntos más bien espirituales, como
el amor cristiano, el efecto de las palomas y otras vaguedades en las cuales,
ahora estoy bien seguro, no creía un solo centímetro. Confieso que, dentro de
mi ignorancia, yo no podía entender cómo con ese cuerpo que incitaba por mera
presencia a ejercer una verdadera carnicería y cuyo lugar natural era el Maipo,
por lo menos, podía engendrar tales elevados
pensamientos. Así son las
cosas en este mundo. Yo tenía mucho que aprender.
Bueno, dale que va llegamos
al fondo propiamente donde una mata de arbustos nos cerraba el paso. Nos
sentamos más o menos a orillas del agua, un chorrito mugriento que arrastraba
papeles y de vez en cuando algún preservativo, al reparo de la mezquina sombra
que echaban esos desplumados yuyos y no sé muy bien por qué allí se me soltó la
lengua y me puse a hablar otra vez de mi pueblo y de mi infancia. No sé por qué
tampoco uno se compadece tanto en tales circunstancias.
Me sentí de pronto el más
desgraciado de los hombres y, con perdón de los viejos, inventé una infancia
tan miserable que yo mismo solté unas lágrimas cuando Margarita, revoleando los
mismos ojos de yeso de Santa Teresita, me tomó las manos, que me patearon en la
misma forma que el aparato ese de los juegos, y trató de reanimarme. Yo tuve un
golpe de sangre. Vi todo rojo. Le besé y le mordí las manos y ella, pasando por
alto este último detalle, reclinó mi cabeza entre sus pechos, es decir, tetas,
cosa que me enloqueció del todo porque tragando aire, pues sentí
que me ahogaba, estrujé, besé y mordí aquellas colosales tetas, cuyo mero
recuerdo me excita todavía.
Ella, siempre serenamente,
se bajó el corpino para que yo ejerciera mi ferocidad en estilo libre. Luego,
sin perder esa maravillosa y extraña serenidad, se recostó en el pasto, se izó la
pollera, se bajó los calzones y me acomodó encima de ella con sabia precisión,
detalle al que naturalmente en ese momento no le presté demasiada atención, y
yo la ensarté, empujé y removí mientras ella me ceñía con sus rotundas piernas
que me introdujeron un poco más adentro todavía. Cuando terminé y ella me
apartó suavemente, preocupada por sus medias, yo asomé la cabeza entre los
yuyos y vi en una misma línea a la vieja que se puso a gritar en la misa concelebrada,
acompañada por otras dos momias, que se santiguó rápidamente y, más atrás, contra
el cielo fulgurante de aquella tarde del destino las dos torres de la basílica
y ahí me sentí el más miserable de los hombres.
Volvimos al atardecer,
después de rezar el último rosario, lo que hice entre sollozos y sacudones
mientras Requena me palmeaba un hombro, en el expreso La Lujanera. Margarita
iba a mi lado con cara de seducida y abandonada. Cuando el ómnibus dejó la
avenida de acceso y enfiló por la ruta y, entre las copas de los árboles, vi
por última vez las dos altas torres de la basílica, me dije, golpeándome el
pecho: "Perdón, Nuestra Señora. Mañana mismo le hablo al viejo y antes de fin de año
me caso. Lo juro". Margarita, que debió, según su costumbre, haber leído
mi pensamiento me apretó una mano y fue ahí donde el destino me dio la última y
definitiva patada de aquel día memorable.
Ahora, como tantas veces,
me pregunto si no habría sido mucho mejor hacer la colimba y aun la guerra,
inclusive las dos mundiales juntas. En fin, si me lo propusiera estoy seguro de
recordar, a pesar de todo, muchas cosas buenas. Acaba de sonar el
despertador. Margarita se revuelve en la cama. Su día de chismes, ruleros,
cacerolas, televisión y Antena todavía no empieza. Me levanto en puntas
de pie, me calzo el pantalón saltando en una pierna y a través de la ventana
del baño veo el pálido y ojeroso rostro de este nuevo día que debo atravesar de
una punta a otra como un condenado a perpetua.
Haroldo Conti