sábado, 24 de marzo de 2012

Cartas de Haroldo a Roberto Fernández Retamar





Haroldo Conti  (1973)

A Fernández Retamar* 
Querido compañero:

Hace tiempo que no tengo noticias de ustedes. Es probable que ustedes aún tengan menos de mí. Aprovecho el viaje de Noé para escribir apresuradamente estas líneas y llenar ese vacío en la forma más rápida posible. Estuve 9 meses ausente de Baires escribiendo una novela que terminé en ese corto tiempo y que ya salió para España. Si nos ponemos de acuerdo con Lara, de Planeta, sale en unos meses. Es algo distinto a cuanto hice y en ella influye de alguna manera todo lo que vino después de Cuba, que me abrió los ojos a América. No sé qué tal salió. Los gallegos están entusiasmados. Yo sólo puedo decirte que es la única novela que escribí con alegría y que me dejó realmente satisfecho. Como era de esperar, después de ese esfuerzo descomunal quedé vacío. Tuve que volver a este puto Buenos Aires y hacer frente a una serie de problemas que quedaron demorados.
Concreté mi separación, algo muy doloroso y de lo que no me recupero. Hace un par de días encaré una operación que iba postergando y que, ya superada, me tiene algo dolorido. Pero ahí no acaba la cosa. Tendrás ya noticias de la embestida de la derecha del peronismo. Lo que siempre supuse se cumple paso a paso. La derecha, falta de apoyo popular, apoyándose nada más que en la represión, repliega las armas y juega su última carta: Perón. Ahora tiene las armas y 7 millones de votos. Perón no ha cambiado. Mi triste satisfacción es comprobar que yo no estaba equivocado. Durante 18 años esperé este momento. No sé si llegó a ustedes el bando de guerra promulgado por el propio Perón donde proclama la lucha sin cuartel al marxismo. Que tres días antes el Partido Comunista volcara su apoyo a la fórmula Perón-Perón no debe sorprender a nadie. Casi toda la izquierda se tiró de cabeza a eso pensando obligar a Perón a deshacerse de la derecha, cuando él mismo encarna a esa fracción y se supone que se acuesta con ella. Por lo menos de oficio. Pero esa izquierda petulante por empezar nunca tomó en cuenta la historia. La omite o sencillamente la ignora. Ayer, otro dato, el llamado gobierno popular que encabeza, con fuerte apoyo de los industriales que el 25 de mayo pensaron que el mundo se les venía abajo, el trabajador más rico del mundo y el descamisado que viste mejor prohibió todos los actos en homenaje al Che, esa enorme figura que por una burla trágica se nos pasa de largo justamente a nosotros, sus compatriotas. Abrevio. Las bandas armadas de la maffia peronista tienen piedra libre. Acabo de enterarme por una persona de mi amistad, que corrió su riesgo para informarme, que en una orden que se distribuye entre los comandos de asalto hay una lista de unas 30 personas a liquidar. Yo figuro entre las primeras. Otro es Rodolfo Mattarolo, director de Nuevo Hombre abogado defensor de presos políticos, entrañable amigo de quien les hablé más de una vez. [...]

Nada de esto me sorprende. Me complica un poco más la vida pues voy a tener que buscar la forma de sostenerme con algún trabajo solitario. Hermanos, en resumen estamos peor que nunca. Con un cerco de hierro en los límites y el enemigo dentro de la propia casa. Hace unos días 150 mil personas desfilaban hasta la embajada de Chile pidiendo armas, con la figura del Che a la cabeza. Fue emocionante. Ahora la policía acaba de requisar 18 mil afiches con la misma figura que iban a empapelar a Buenos Aires en su homenaje. Perón cumple.
Un abrazo (a medias, pues no puedo levantar los brazos, pero igualmente cálido). ¿Qué tal los compañeros? ¡Cuánto los extraño!


Haroldo
2 de enero de 1976


Roberto, hermano:

Espero que esta carta llegue a tus manos en alguna forma y que algunos meses después llegue a las mías tu respuesta. Es increíble cómo la distancia nos separa. Este año que pasó casi no hemos tenido señales de vida de la Casa, salvo las formales. Yo sé que ustedes nos piensan más de una vez y esa idea nos sostiene. Nosotros los pensamos casi a diario y necesitamos repetirnos constantemente que Cuba está ahí, en nuestra misma América, y que hay una porción de tierra liberada y ahí están nuestros hermanos.

Me dijo Marta que le dijo Gustavo Hernández, de la embajada, que según una carta de Beba yo daba por sentado que este año iba a La Habana. No sé de dónde salió eso pero juro que jamás se me cruzó por la cabeza. Para mí lo que decidan los compañeros está siempre bien porque se hace de acuerdo a los intereses de la Revolución. Así trabajamos aquí noche y día y esto nos salva del individualismo y las decisiones personales tan funestas a menudo. Por otra parte mi mayor alegría es que viaje a allí gente nueva para que eso se conozca cada vez más. Sé lo bien que le hace a los compañeros y ojalá que pudiesen ir todos. Muchos se lo merecen y lo necesitan más que yo, inclusive para salvar sus vidas. Quiero que esto quede claro. En cuanto a la situación aquí, las cosas marchan de mal en peor. Me acaba de informar muy confidencialmente [...] [un amigo] militar, que se espera un golpe sangriento para marzo. Inclusive los servicios de inteligencia calculan una cuota de 30 mil muertos. Esto coincide con las apreciacioncs de nuestros compañeros que evalúan la situación constantemente. Desde el punto de vista de la lucha revolucionaria el aumento de nuestras fuerzas es notable y la preparación magnífica. Ellos lo saben. Calculamos que los que van a sufrir el golpe serán los compañeros de superficie, los niveles medios que se mueven a dos aguas. Nosotros ya nos hemos mudado de casa, por imposición de los compañeros, pero eso no será suficiente. En este mismo momento las Fuerzas Armadas están haciendo un operativo rastrillo a pocas cuadras de aquí.
Por otra parte nuestra casa, por lo amplia y desapercibida, sirve a menudo de refugio a compañeros que están con problemas. Ahora mismo habita aquí la hermana de un compañero que cayó los otros días en el ataque al Batallón 601 y hasta hace poco vivía uno de los muchachos del Libre Teatro Libre que huyó de Córdoba después de haber caído su departamento en un allanamiento que observó desde la calle, por suerte. Mi Sra, a pesar de su avanzado estado de gravidez, cumple una tarea agotadora de asistencia y atención por caídos y presos. Hay caídos a diario y esa gente necesita atención, mover a medio mundo para ubicarlos y luego que no los maten. Recién nos enteramos que una caída se salvará con 15 millones de pesos como coima y ayer tuvimos noticias de un compañero de Crisis que desapareció hace 15 días. Está vivo, aunque desecho.
Bueno. Otra cosa, para no alargarme demasiado, hermano. Mascaró está prácticamente agotado. Tuvo gran éxito de lectores pero los diarios y revistas no hablan de él por razones políticas. Soy una especie de contagioso. Sé de algunos órganos donde hubo órdenes expresas de ignorarme. Es curioso recibir notas desde el exterior y no tener una sola en mi país. A propósito, me sería de utilidad recibir cuanto recorte haya de la Habana. Crisis reproduce lo que puede y se proyecta una campaña con ese material para la reedición en marzo.

A propósito de Crisis, que se vende muy bien y es lo único que sobrevive, Federico Vogelius, su director propietario, piensa realizar para marzo una gira por latinoamérica. Naturalmente quisiera entrar en Cuba y establecer relaciones con la Casa para ediciones, etc. Si bien es un hombre rico, es progresista y ayuda mucho. Se puede contar con él ampliamente. No hace todo esto por dinero sino que le interesa apoyar toda actividad cultural. Me pide que vea si se puede arreglar su viaje a través de la Casa. Creo que importa.

Para terminar. Sudamericana saca un libro con colaboraciones de todo el mundo (Cortázar, García Márquez, etc.) cuyos beneficios serán dedicados a los presos políticos. Se vería con agrado y me piden que te pida una colaboración tuya (poesía, relato, lo que sea) y de ser posible la de algún otro notable (Guillén, Carpentier, etc.).

Te abraza 

Haroldo

*Fernández Retamar, Roberto Doctor en Filosofía y Letras (1954) y en Ciencias Filológicas (1985) de la Universidad de La Habana. Fundador de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y de la revista Unión (1962). En 1977 recibe el Premio Latinoamericano de Poesía Rubén Darío por Juana y otros poemas personales. Doctor Honoris Causa por la Universidad de Sofía, Bulgaria (1988), y por la Universidad de Buenos Aires, Argentina (1993), actualmente preside la revista Casa de las Américas y es profesor Emérito de la Universidad de La Habana. 

Los desaparecidos nos faltan a todos


miércoles, 21 de marzo de 2012

Feliz dia Mundial de la Poesía!

LA POESÍA ES UN ARMA CARGADA DE FUTURO 

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante, 
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia, 
 fieramente existiendo, ciegamente afirmado, 
 como un pulso que golpea las tinieblas, 

 cuando se miran de frente 
 los vertiginosos ojos claros de la muerte, 
 se dicen las verdades: 
 las bárbaras, terribles, amorosas crueldades. 

 Se dicen los poemas 
 que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados, 
 piden ser, piden ritmo, 
 piden ley para aquello que sienten excesivo. 

Con la velocidad del instinto, 
con el rayo del prodigio, 
como mágica evidencia, lo real se nos convierte 
 en lo idéntico a sí mismo. 

Poesía para el pobre, poesía necesaria 
 como el pan de cada día, 
 como el aire que exigimos trece veces por minuto, 
 para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica. 

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan 
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. 
Estamos tocando el fondo. 

Maldigo la poesía concebida como un lujo 
 cultural por los neutrales 
 que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. 
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse. 

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren 
 y canto respirando. 
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas 
personales, me ensancho. 

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos, 
 y calculo por eso con técnica qué puedo. 
 Me siento un ingeniero del verso y un obrero 
 que trabaja con otros a España en sus aceros. 

Tal es mi poesía: poesía-herramienta 
 a la vez que latido de lo unánime y ciego. 
Tal es, arma cargada de futuro expansivo 
 con que te apunto al pecho. 

No es una poesía gota a gota pensada. 
 No es un bello producto. No es un fruto perfecto. 
 Es algo como el aire que todos respiramos 
 y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos. 

Son palabras que todos repetimos sintiendo 
 como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado. 
 Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. 
 Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos. 

Gabriel Celaya




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martes, 20 de marzo de 2012

Lectura para callar el silencio - Homenaje a Haroldo Conti



Acá puedes oír una previa del audio grabado en el homenaje a Haroldo Conti.

16 de marzo de 2012 en el Museo de la Universidad Nacional de San Miguel de Tucuman. 





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LECTURA PARA CALLAR AL SILENCIO

El pasado viernes 16 de marzo, nuestra Biblioteca Haroldo Conti participó del Mes de la Memoria, organizado por el Museo de la Universidad Nacional de Tucumán. 


En dicha ocasión nuestra Biblio llevó a cabo dos actividades culturales: 


 :::HOMENAJE A HAROLDO CONTI:::LECTURA PARA CALLAR AL SILENCIO:::GRABACIÓN EN VIVO::: 


 Lectura a cargo de: Alejandro Garay, Sandra Aguirre, Sylvia Seú, Sarah Abdala, Luís María Rojas, Gonzalo Alderete, Regina Sáez Postigo, Leandro Ortega, Mario Ramírez, Roberto López, Rodrigo Suárez Ledesma, y María Belén Aguirre. 


:::POEMAS DE LA MEMORIA::: 


Recital temático a cargo de los escritores : Pablo Dumit, Alejandro Gil, Alejandra Díaz, Candelaria Rojas Paz, Gabriel Gómez Saavedra, Gabriel Guanca Cossa, Héctor Cabot, Gabriel Amos Bellos y María Belén Aguirre. Agradecimientos especiales a las autoridades del MUNT y a Verónica Pérez Luna, por habernos abierto las puertas de su casa. Registro de audio: Gabriel Amos Bellos. 


El registro fotográfico es, como de costumbre, de Daniel Burgos. 



























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viernes, 16 de marzo de 2012

Devociones



(A Lita y Fico Vogelius, que nada tienen
que ver con esta historia)

Dentro de un rato sonará, a las cinco en punto de la matina, ese puto despertador que el día que gane el Prode o asalte un Banco reventaré contra la pared de una patada, como reventaré a tantas otras cosas, y me levantaré en puntas de pie para no despertar a Margarita que duerme a mi lado a patas sueltas hace dieciocho años, me vestiré en el baño y saldré más o menos a las cinco y diez rumbo a la Primera de Saavedra chupando el primer cigarrillo de la mañana. La Primera de Saavedra es la fábrica de jaulas en la cual trabajo desde el día que mi padre decidió echarme a la calle de un puntapié.

En todos estos años he hecho miles de jaulas, tantas que me sorprende que todavía ande por el aire algún pajarito suelto. Un día, esto pienso mientras las hago, construiré una bien grande, la más grande de todas, con unos gruesos barrotes de hierro y meteré ahí dentro a Margarita y su desgraciada madre, esto es, mi puta suegra y las sumergiré a las dos, luego de alimentarlas con alpiste envenenado, en el Riachuelo, nada de un arroyo limpio y rumoroso ni siquiera del Río de la Plata, que por ser el más ancho del mundo con seguridad podría resumir tanta maldad, sino en el Riachuelo para que se chupen todo ese olor a podrido que viene de los mataderos y revienten en forma.

Me alegro y me consuelo pensando en esto aunque sé que nunca lo haré porque soy un pobre infeliz. En lugar de eso sé que me levantaré en puntas de pie dentro de un rato y de que en puntas de pie recorreré el resto de mi vida. Pensé cuando murió mi abuela, que decían que tenía en el sótano una pila de valijas llenas de plata, que las cosas iban a ser distintas. Pero no. Todo lo que dejó mi abuela fue una estatuita de la Virgen de Lujan que preside mi casa y delante de la cual Margarita se persigna hasta cuando pasa revoleando la escoba detrás de mí. Yo me pregunto cómo tanta devoción en tantos años no le ha metido un poco de humildad, por no decir sencillamente bondad, en su abultado cuerpo. Pero no quiero pensar en esto porque es capaz de despertarse en este mismo momento y zamparme un puñetazo en medio de la cara. Yo no sé cómo mierda hace, pero me adivina hasta el último pensamiento. Con excepción del de la jaula, que lo tengo fuera de casa.

En lugar de pensar en todo esto, que sólo sirve para amargarme, debiera tratar de aprovechar hasta el último minuto antes de las cinco pero sucede que anoche tuvimos una pelea fenomenal y después un sueño cargado de pesadillas. La última acaba de despertarme y ya no puedo pegar un ojo.

Soñé precisamente que estaba haciendo la jaula esa, cantando y silbando, cuando de pronto me cayó encima la Margarita echando sapos y culebras, de las que se alimenta, supongo, mientras yo estoy afuera sudando como un penado al rayo del sol, y que me hacía una llave como las de Titanes en el Ring y por último, para rematarla, o más bien rematarme, me asfixiaba con una de sus enormes tetas. Ahí, por suerte, desperté con la cabeza debajo de la almohada y la impresión fue tanta que no pude volver a pegar los ojos. Y pensar que fueron justo esas tetas las que me perdieron. Ahora parecen dos bolsas rellenas de trapos pero antes cada una por separado era la piedra movediza de Tandil.

Bueno, aparte de la estatuita, que amarré bien alto en un nicho de madera en forma de jaula que construí yo mismo para que esté a salvo de las batallas que se suceden más abajo, mi abuela, a la que nada reprocho, me dejó sus santas devociones. Echando cuentas, eso ha sido lo más importante para mí pues me ayudó bastante a atravesar esta negra vida sin quejarme más de lo necesario ni echarme al paso del Mitre como me sugirió tantas veces Margarita y yo mismo lo pensé. Pero, según se mire, al propio tiempo fue esa devoción la que me perdió. Aunque yo creo hasta hoy que de todo eso saldrá algún provecho, que alguien en el mundo se debe haber favorecido, por lo menos el tipo que seguía en la lista y se salvó de Margarita.

La mano vino así. Creo que fue en el 45, un sábado 14 de septiembre, con la primavera adelantada, detalle que hay que tomar en cuenta. Yo acababa de llegar de mi pueblo, Chacabuco, con la virgen envuelta en un paquete y una valija de cartón. Fui a parar a una pensión de Plaza Italia. La semana la tenía ocupada con la Primera de Saavedra pero los fines no sabía qué hacer. Daba vueltas por la plaza como un idiota, soñando con mi pueblo o minas en pelotas que caían a mis pies de los pocos árboles que hay allí y me pedían a gritos que las violara hasta que el olor a empanadas fritas que bombeaban los boliches de Santa Fe casi me hacía perder el conocimiento. Fue en uno de esos días que vi pegado a las paredes un letrero amarillo de la Sociedad de Peregrinos a Pie al Santuario Nacional de Nuestra Señora de Lujan que invitaba a la próxima peregrinación anual. En el letrero se daban todas las instrucciones, desde los botines a calzar hasta los pensamientos que había que poner en la cosa.

Ese año yo me había salvado de la colimba por número bajo y a raíz de eso, que tomé entonces por una suerte, prometí ir a pie a Lujan y de rodillas desde la puerta del santuario hasta el camarín de la virgen. Al día siguiente, después que volví de la Primera, me fui a anotar a la sede de la Sociedad, en Independencia al 900. Por esos días, y véase cómo maniobra el destino, debieron anotarse Margarita y Requena, para ingresar en mi vida el próximo 14 de septiembre, aunque, desde luego, no fuese ésa la intención que los llevó al mismo lugar que yo, como tampoco fue la mía.

En los días previos me entrené y preparé como si fuese a correr en las Doce a Bragado que se corren en mi pueblo más o menos para el mismo tiempo y en las que corría mi tío Agustín, que también la pateó a Lujan, pero desde Chacabuco, más de cien kilómetros a pata el muy animal y llevando un estandarte de la Congregación de San Luis Gonzaga que cuando soplaba una racha de viento lo arrancaba del pavimento.

Siguiendo las instrucciones del volante que me dieron y las que recordaba de mi tío Agustín, me armé de un par de botines patria, me vendé los pies sin tirar de las vendas, me puse un plástico debajo de la camisa para aguantar el frío y el 14 me largué temprano hasta la Basílica de San José de Flores, que era desde donde partía la peregrinación. Encabezaba la marcha un cura que hablaba como Balbín y más o menos decía las mismas choteras, aunque referidas a la Santa Iglesia y no a la Unión Cívica Radical, se entiende, y llevaba un bastón que revoleaba cada tanto para darnos aliento y que si no lo paran, pues para mí estaba como poseso, hubiese seguido lo menos hasta Mendoza. Era flaco y duro como un palo de madura y despedía un fuego por los ojos.

Bien, cantamos Ven, sube a la montaña y echamos a andar a un mismo paso. En ese momento no imaginé cómo esos sencillos pasos me podían llevar tan lejos. Desde entonces pongo algún cuidado siempre que echo el primero y no sé con seguridad a dónde voy. Qué iba a sospechar yo todo lo que vendría después cuando di aquel primer paso, el 14 de septiembre de 1945. Salimos a las 7 de la mañana y a las 9 estábamos cruzando Liniers. Cuando pasé por debajo del puente de la General Paz me puse melancólico pues pensé que iba para mi pueblo que queda en la misma dirección, sobre la misma ruta, es decir, la 7. Fue ahí donde reparé por primera vez en el tipo que traía al lado.

No fue que reparé sino que se me vino encima, me echó los brazos al cuello y me dijo, resollando, "Negro, aquí me muero". Yo le dije: "Viejo, recién estamos en Liniers". "Eso es lo que me mata —dijo él—. La idea." Dijo una gran verdad porque, por lo que sé, hasta hoy lo que lo mataron fueron las ideas. El tipo se llamaba Requena y no estaba lo que se dice en forma. Por empezar llevaba puesto un sobretodo, algo que expresamente no se recomienda. Para colmo llevaba un toco de libros, una pila, que era El Nuevo Testamento en Salmos, de las ediciones paulistas, más de 500 páginas en papel finito que si en Liniers cada uno pesaba ya como un ladrillo en Morón o Merlo pesarían lo que una pared entera.

El desgraciado, todavía colgado de mis hombros, me vendió un libro de esos que tenía marcado el precio de tres pesos, pero que Requena vendía a cuatro, como ayuda a no sé qué institución. Además hizo que cargara con el resto de la pila, aparte del sobretodo. Como yo era un pendejo que echaba fuego por todos los lados y a cada rato el mundo me quedaba chico cargué con todo sin chistar y aun hubiese cargado con el propio Requena, lo cual en cierta forma hice desde ese momento, aunque en otro sentido. Creo que de ahí le vino la idea de publicar libros él mismo, desde la Imitación de Cristo hasta las Verdaderas Memorias de una Princesa Rusa, de Oberdan Rocamora, y, en combina con el turco Asís, Breve manual del pedaleo y Karate y sexo, con veinte llaves inéditas  científicamente ilustradas, lo que dio luego pie a REQUENA EDITOR, que es el último oficio que le conocí.

Lo bueno de él, según se mire, es que siempre se le está ocurriendo una forma nueva de encarar esta miserable vida. Yo sé que un día mandará todo a pasear y se echará al medio del camino y entonces inventará al mundo de punta a punta en sociedad con el mismo Padre Todopoderoso. Bien, cargué el sobretodo y el paquete, el cura revoleó el bastón y comenzó a rezar los misterios dolorosos, con carácter penitencial. Fue ahí exactamente donde apareció en mi vida Margarita, este mismo pedazo de carne que ahora suspira al lado mío y sonríe en sueños vaya a saber pensando en qué maldad. Porque eso es lo que yo no entendí nunca, que las mujeres son un pozo de maldad.

Esta advertencia debiera ponerse en todos los caminos, como las señales de tránsito, y en los paquetes de cigarrillos y en los sobres de los preservativos. Qué otra vida hubiese sido la mía si yo hubiese visto esa señal a tiempo. Probablemente no le habría hecho caso y me hubiese ensartado en la misma forma porque estaba escrito y además Margarita en ese tiempo era un monumento capaz de ocultar cualquier señal, por grande que fuese, con cada uno de los sólidos detalles que lo componían.

Más o menos es lo que pienso cuando leo u oigo hablar del monumento a los caídos. De paso obsérvese nuevamente en qué forma procede el destino. En ese momento fue un detalle insignificante, pero a partir de ese detalle mi vida pegaba un giro de noventa grados y arrancaba para otro lado. El detalle en cuestión fue que al lado, un poco a mi derecha y un poco atrás, empecé a escuchar una voz cantarína que arrancaba con cada Ave María adelantándose y comandando, diría excitando si no fuese que en esas circunstancias se entendería de otra forma, al lote de sonámbulos que marchaba arrastrando los pies por la calle Rivadavia, que aparte de ser la más larga del mundo el cansancio la estiraba a cada metro un poco más. Me volví y fue que vi por primera vez a Margarita. Requena me preguntó si me pasaba algo porque entré a caminar a paso de ganso y a rezar a los gritos. Requena iba y venía entre la gente vendiendo sus libritos y yo, cuando vi lo que vi, casi tiro el resto de la pila por encima de las cabezas de los peregrinos.

Él pensó que empezaba a ver visiones por el esfuerzo de la caminata. En cierta forma era verdad. Margarita en ese tiempo era una hembra colosal, sin el menor desperdicio, con un par de porrones que daban mareos, los mismos que ahora yacen como dos piñatas desinfladas o como mis pantalones de brin sanforizado con manchas de grasa que esperan ellos también a que suene el despertador sobre el respaldo de la silla. Por un instante me olvidé de lo que estaba haciendo allí y el demonio me entró en el cuerpo al rojo vivo. El cura en ese momento, como si adivinara la situación, levantó el bastón y pegó un brinco y yo me concentré en el tercer misterio.

Requena, que en Morón había terminado de vender los libritos y hasta vendió el mío, se puso a partir de ahí a hablar de comidas. Yo iba bien hasta entonces pero el desgraciado me tocó mi punto flaco por esa época, aparte de las hembritas, que lo siguen siendo. A cada rato me decía, entre misterio y misterio. "¿No te comerías un sanguche de milanesa, flaco?" o "Ni siquiera se me ocurrió traer un par de huevos duros" o "¿Te imaginas un plato de ravioles de ricota con salsa mixta?" o, y ahí me mató, "Me comería un lechón entero, hecho con brasitas de marlo y bastante limón". Cuando mencionó la palabra lechón me empezó a saltar espuma por la boca. Me acordé en el acto de los lechones que hace mi viejo en el Cicles Club de Chacabuco o en el fondo de mi casa, debajo de la parra de uva chinche, con el cuento tostado y duro que se raja y deja entrever la grasita y las costillas que se van soltando solas por el calor y los riñoncitos que largan una perfumada nubecita de vapor. Casi me desmayo. Por suerte Requena que cuando pasamos por Merlo ya deliraba empezó a pedir a los gritos un plato de buseca y cayó redondo en medio del pavimento. Lo metimos en una ambulancia, después que el cura lo roció con un hisopo, y se lo llevaron para Lujan soñando posiblemente con un plato de "fusiles" al pesto. 

Creo que ahí cambiamos las primeras palabras con Margarita que me preguntó si el señor, esto es, Requena era mi amigo y yo le dije que sí aunque acababa de conocerlo y ella exclamó "¡Pobre señor!", y agitó los pechos y yo vi el cielo de color rojo. El resto del camino traté de concentrarme en motivos religiosos y a veces en mis pies que ya echaban un chorro de humo pero cada tanto mi mirada se desviaba hacia la derecha, un poco atrás. Ella seguía rezando con las manos juntas como Santa Teresita, la de yeso que había en la iglesia de mi pueblo, sólo que no era de yeso para nada sino enteramente de carne y hueso, sobre todo de came de la mejor calidad que se removía bajo sus ropas y al parecer enviaba como unas ondas o rayos eléctricos que me quemaban la piel.

Cuando llegamos a la basílica encontré a Requena al lado de la verja completamente fresco repartiendo otra pila de libritos. Me saludó y me abrazó como si yo acabase de ganar las Doce a Bragado. Le entregué el sobretodo que de Moreno en adelante pesaba como si arrastrase a un muerto. Compré una vela de cera de mi exacta altura, según se acostumbra, con velas y estampitas y que, por el precio, pensé que se pagaba a crédito y me dispuse a cumplir con mi
promesa. Comencé a subir de rodillas las escaleras con Requena de un lado y del otro Margarita, que al enterarse de mi promesa se había conmovido hasta las lágrimas, rumbo al camarín de la virgen. Cuando traspuse la puerta me pareció que ya estaba andando sobre los propios huesos.

Recé un padrenuestro, un credo y cuanto me acordé en ese momento para ganar tiempo y recuperar el aire. Requena me animó con un empujoncito en la espalda pero lo que me lanzó verdaderamente hacia adelante casi a la carrera fue el hecho de que Margarita extrajo un pañuelito perfumado de entre los pechos y me secó el sudor de la frente. Ahí sentí que podía correr sobre mis rodillas hasta la cordillera de los Andes, ida y vuelta. Con todo en mitad de la nave tuve la impresión de que las piernas se me reducían y que pronto iba a estar avanzando sobre mis caderas. Sea como fuere llegué al pie de la escalera del camarín, cerré los ojos y comencé a trepar tanteando los escalones. Cada vez que despegaba una rodilla del duro mármol era como si me arrancasen las tripas y una vez me abracé de una pierna de Margarita y entonces piqué hasta la punta de la escalera de un tirón, creo que salteando inclusive algunos escalones.

Hubo una solemne misa concelebrada y el cura del bastón, después del evangelio, se echó un sermón sobre el pecado y la puta condición humana a propósito del sordomudo sanado por Jesucristo, o sea, el pecador consuetudinario curado por la gracia del Señor, que casi nos reduce a polvo.

Después de disparar toda la artillería sobre el rebaño de pecadores que, por descontado, éramos nosotros, el cura, cuando explicaba con lujo de detalles cómo el estado del sordomudo del Evangelio representa el estado del pecador empedernido, gritó sobre la punta de los pies, sacando medio cuerpo del pulpito como si fuese a caer literalmente sobre nosotros, "El sordomudo se encontraba en una condición bien lamentable puesto que se hallaba privado del oído y del habla; pero no lo es menos la del pecador consuetudinario que se halla espiritualmente privado del oído y de la palabra. En efecto, este desgraciado pecador no da oídos a las voces de la conciencia, que le reprende los delitos cotidianos. No hace caso de los amorosos consejos de los amigos y parientes, que querrían verle fuera del camino de la perdición. No presta oídos a la voz de Dios, que ya indirectamente por medio de algún acontecimiento inesperado, ya directamente por medio de alguna inspiración interior, le dice: "¡Conviértete y ámame!".

Mientras el cura esto decía o gritaba, señalaba torvamente, en su intención a un pecador imaginario pero de hecho a una vieja que había en la primera fila y que empezó a temblar como una caña removida por el viento. Requena se golpeaba el pecho como si fuese a voltearse uno o dos pulmones, lo cual hacía más tétrico el asunto. Total que la vieja saltó del banco y se puso a gritar: Peccato! Peccato! Madonna mia abbi pietá di me...! Al principio yo pensé que era una especie de claque pero cuando la vieja comenzó a arrancarse la ropa vi que iba en serio, tanto que el mismo cura escondió la mano y empezó a empalidecer. Por suerte la pararon unas señoras aunque después de todo si hubiese quedado en pelota la verdad es que le habríamos tomado verdadero asco al pecado. El cura terminó tirando la manga a todos los pecadores allí presentes. El único inocente resultó Requena que cuando pasaron el cepillo entró en éxtasis alzando los brazos al cielo de manera que hubiese sido una irreverencia pretender que los bajase hacia el bolsillo. La misa terminó cuando la mitad de la vela me había chorreado sobre la mano y me sentía realmente como si el demonio en persona hubiese salido de mi cuerpo, liviano y finito como el de un ángel. Traté de levantarme y salir como los demás pero me vine en banda y sólo después de masajearme las rodillas y zamparme un par de aspirinas salí de allí sostenido de un lado por Requena y del otro por  Margarita.

Donde se ve en esto y lo que sigue como el destino no para de tejer su tela un solo minuto. Margarita, que había venido con los viejos y el hermano, un taradito que sonreía a cada rato como si supiera algo que nosotros desconocíamos, por ejemplo, que iba a estallar una bomba y nos iba a pulverizar a todos, menos a él, nos invitó, siguiente paso del destino, a compartir el contenido de una canasta que el viejo fue a recoger del camión que traía los bultos y paquetes de los peregrinos. Requena se apresuró a aceptar la invitación y así, en dulce conversa, nos fuimos a la orilla del río Lujan y alquilamos una de esas roñosas mesas bajo los sauces, entre papeles y mugre y alguna otra cosa. La vieja abrió el canasto y entró a sacar la comida para un regimiento.

El viejo descorchó una damajuana de tinto riojano y, después de persignarnos devotamente, comenzamos a comer con elegante ferocidad, sobre todo Requena que mientras hablaba de grandes negocios se embuchó un matambre casero y medio pollo frío al limón. Yo comía y miraba a Margarita. Comíamos y nos mirábamos, algo tan simple, y nos reíamos de nada. El vino nos soltó la lengua y empecé a hablar de mi pueblo. Mi pueblo es un montón de historias a poco más de cien kilómetros de Lujan, sobre la misma ruta, y cualquier cosa que uno cuenta de él se parece a la historia de cualquier tipo de cualquier polvoriento pueblo de la provincia. De manera que nos pusimos un poco melancólicos y cada uno pensó en su propio pueblo, allá a sus espaldas, incluso el propio Requena que comenzó a hablar de gentes y caminos y otros pueblachos semejantes al mío. Después de la comida el viejo se echó al pie de
un sauce y al rato estaba roncando. Requena se fue a remojar los pies con el taradito, que a esta altura se llamaba Juan José, y yo me fui a dar una vuelta con Margarita, que con el vino y la comida se había puesto más encarnada y más eléctrica, por así decir. Primero recorrimos los juegos, como era inevitable. Luego de la Flor Azteca subimos a una calesita, por sugerencia de Margarita que se hacía, ahora comprendo, la nena, cosa que me enloqueció en ese momento como a un buen boludo.

Yo trepé a un caballo de madera y ella a un bote, yo subía y ella bajaba al compás del vals Desde el alma, de manera que sus tetas, a las que yo observaba de reojo, subían y bajaban en la misma forma, por supuesto, y cuando ellas subían, subían mis ojos y cuando ellas bajaba, bajaban, que era cuando tenía yo la mejor visión del asunto. Al rato más bien parecían algo que no tenía que ver con Margarita, que estaba detrás, naturalmente, y yo las miraba subiendo y bajando como subía y bajaba mi duro pajarito que golpeaba contra el lomo del caballo, con absoluta naturalidad, no sólo voluptuosas sino majestuosas como un barco con las velas henchidas tirando victoriosamente para adelante. Dimos cuatro vueltas. Después probé al tiro al blanco pero los rifles de aire comprimido estaban tan desviados que apunté a un pato de lata y por poco le doy al tipo que tenía al lado.

Finalmente, decidí probar mi fuerza en ese puto aparatito con dos manijas posiblemente conectadas a una batería y que uno va separando y a medida que las separa marcan un número en un tablero y destilan una pequeña corriente eléctrica que al principio apenas se insinúa como un cosquilleo alentador. Yo miraba a Margarita y sonreía de manera que no prestaba verdadera atención al aparato ese. Así que como, en apariencia, no pasaba nada sonreí nuevamente a Margarita, que me alentó con un cabeceo muy gentil, y separé las manijas de golpe. La máquina me disparó tal patada que se me arrugaron las pelotas, me temblaron los dientes y la lengua se me retorció dentro de la boca como a un ahorcado.

Creo que si en ese momento me ponen una bombita de ciento veinte en la oreja la enciendo por largo rato. Cerré los ojos y vi un puñado de locas estrellas que giraban sobre una noche inmensa y luego, debo haber abierto los ojos, vi en medio de las estrellas a Margarita que aplaudía no sé muy bien qué cosa. Cuando pude volver a caminar, nos alejamos de allí rumbeando descuidadamente hacia los árboles del fondo, cerca de la ruta 7. De vez en cuando, entre las copas de los árboles entreveía las torres de la basílica pero yo desviaba enseguida la mirada.

Había algunas parejas por esos árboles rascando entre papeles y restos de comidas pero Margarita no parecía pisar en esta tierra y hablaba de asuntos más bien espirituales, como el amor cristiano, el efecto de las palomas y otras vaguedades en las cuales, ahora estoy bien seguro, no creía un solo centímetro. Confieso que, dentro de mi ignorancia, yo no podía entender cómo con ese cuerpo que incitaba por mera presencia a ejercer una verdadera carnicería y cuyo lugar natural era el Maipo, por lo menos, podía engendrar tales elevados
pensamientos. Así son las cosas en este mundo. Yo tenía mucho que aprender.

Bueno, dale que va llegamos al fondo propiamente donde una mata de arbustos nos cerraba el paso. Nos sentamos más o menos a orillas del agua, un chorrito mugriento que arrastraba papeles y de vez en cuando algún preservativo, al reparo de la mezquina sombra que echaban esos desplumados yuyos y no sé muy bien por qué allí se me soltó la lengua y me puse a hablar otra vez de mi pueblo y de mi infancia. No sé por qué tampoco uno se compadece tanto en tales circunstancias.

Me sentí de pronto el más desgraciado de los hombres y, con perdón de los viejos, inventé una infancia tan miserable que yo mismo solté unas lágrimas cuando Margarita, revoleando los mismos ojos de yeso de Santa Teresita, me tomó las manos, que me patearon en la misma forma que el aparato ese de los juegos, y trató de reanimarme. Yo tuve un golpe de sangre. Vi todo rojo. Le besé y le mordí las manos y ella, pasando por alto este último detalle, reclinó mi cabeza entre sus pechos, es decir, tetas, cosa que me enloqueció del todo porque tragando aire, pues sentí que me ahogaba, estrujé, besé y mordí aquellas colosales tetas, cuyo mero recuerdo me excita todavía.

Ella, siempre serenamente, se bajó el corpino para que yo ejerciera mi ferocidad en estilo libre. Luego, sin perder esa maravillosa y extraña serenidad, se recostó en el pasto, se izó la pollera, se bajó los calzones y me acomodó encima de ella con sabia precisión, detalle al que naturalmente en ese momento no le presté demasiada atención, y yo la ensarté, empujé y removí mientras ella me ceñía con sus rotundas piernas que me introdujeron un poco más adentro todavía. Cuando terminé y ella me apartó suavemente, preocupada por sus medias, yo asomé la cabeza entre los yuyos y vi en una misma línea a la vieja que se puso a gritar en la misa concelebrada, acompañada por otras dos momias, que se santiguó rápidamente y, más atrás, contra el cielo fulgurante de aquella tarde del destino las dos torres de la basílica y ahí me sentí el más miserable de los hombres.

Volvimos al atardecer, después de rezar el último rosario, lo que hice entre sollozos y sacudones mientras Requena me palmeaba un hombro, en el expreso La Lujanera. Margarita iba a mi lado con cara de seducida y abandonada. Cuando el ómnibus dejó la avenida de acceso y enfiló por la ruta y, entre las copas de los árboles, vi por última vez las dos altas torres de la basílica, me dije, golpeándome el pecho: "Perdón, Nuestra Señora. Mañana mismo le hablo al viejo y antes de fin de año me caso. Lo juro". Margarita, que debió, según su costumbre, haber leído mi pensamiento me apretó una mano y fue ahí donde el destino me dio la última y definitiva patada de aquel día memorable.

Ahora, como tantas veces, me pregunto si no habría sido mucho mejor hacer la colimba y aun la guerra, inclusive las dos mundiales juntas. En fin, si me lo propusiera estoy seguro de recordar, a pesar de todo, muchas cosas buenas. Acaba de sonar el despertador. Margarita se revuelve en la cama. Su día de chismes, ruleros, cacerolas, televisión y Antena todavía no empieza. Me levanto en puntas de pie, me calzo el pantalón saltando en una pierna y a través de la ventana del baño veo el pálido y ojeroso rostro de este nuevo día que debo atravesar de una punta a otra como un condenado a perpetua.

Haroldo Conti

Haroldo Conti: una biografía



Haroldo Pedro Conti nació en 1925 en la localidad de Chacabuco, provincia de Buenos Aires. Además de ser un hacedor de múltiples oficios, fue uno de los escritores más brillantes surgidos en la década de 1960. Publicó cuatro novelas, Sudeste (1962), Alrededor de la jaula (1966), En vida (1971) y Mascará, el cazador americano (1975); tres libros de cuentos, Todos los veranos (1964), Con otra gente (1967) y La balada del álamo Carolina (1975); una obra de teatro, Examinado (1955), y varios relatos en distintas publicaciones. 

Fue colaborador de la revista Crisis. Del Legajo 77 de la Conadep: «Además de periodista, incursio-nó en la docencia, el teatro, el cine y la literatura. Mereció los siguientes premios: Revista "Life" (1960), Fabril, en narrativa (1962), Municipal (1964), Universidad Veracruzana (1966), Barral Editor (1971) y Casa de las Américas (1975). »E1 día 4 de mayo de 1976 fue aprehendido cuando retornaba a su domicilio de Capital Federal a medianoche, junto a su compañera Marta Beatriz Scavac Bonavetti y el bebé de ambos. Allí tenía que aguardarlos un amigo. Al arribar a la vivienda, el amigo se encontraba ya maniatado, había un grupo de individuos vestidos de civil, quienes golpearon brutalmente a la pareja y la encerraron allí mismo, mientras se peleaban por el reparto del «botín»: los sueldos de ambos, percibidos esa mañana, efectos patrimoniales de toda naturaleza, etc., dejando escasamente los muebles de gran tamaño. 

Robaron los originales de todas las obras de Conti, y documentación personal. »Se llevaron a Conti y al amigo, en varios automotores, que incluían el propio coche de Conti que tampoco apareció más. La Sra. Scavac debió salir por una ventana con sus dos hijos, ya que la puerta fue dejada con llave, y el aparato telefónico hurtado. Según versión de los vecinos, poco más tarde los captores regresaron, tal vez con el fin de llevársela a ella. Concurrió casi de inmediato a la Comisaría Seccional 29, donde la atendieron burlonamente y ni siquiera se trasladaron para verificar el estado en que había quedado la vivienda, donde todo estaba revuelto. Ante el Poder Judicial no tuvo mejor suerte, ya que en poco tiempo se archivaron las actuaciones. »Explica la Sra. Scavac que en los medios de prensa le manifestaron que: "tenían orden del Gobierno de no informar sobre el secuestro de Conti". 

Al cabo de tramitar diversos recursos de hábeas corpus con resultado desfavorable, se inició con fecha 2 de marzo de 1983 una nueva demanda de hábeas corpus ante el Juzgado Federal N° 3 de la Capital Federal, Secretaría N° 7. Los elementos innovantes que en esta acción se incorporaron son los siguientes: 

a) Los diarios de fecha 13 de noviembre de 1982 dieron cuenta de la detención, en la ciudad de Ginebra, Suiza, de tres argentinos, quienes declararon pertenecer a grupos secretos de represión política, autores de secuestros extorsivos cuyos "rescates" cobrarían en aquel país donde resultaron aprehendidos, y que manifestaron estar en condiciones de proveer información sobre el destino de Conti {Clarín, 13/11/82); 

b) En base a las fotografías difundidas en su momento de los individuos detenidos en Suiza (Búfano, Martínez y otros), la Sra. Scavac reconoció que el "amigo" que se hallaba en el domicilio antes de que llegaran las fuerzas que capturaron a Conti, y que decía llamarse "Juan Carlos Fabiani" (quien había concurrido a casa de Conti una semana antes del secuestro solicitando "asilo" por sentirse perseguido por la policía a causa de su militancia política), era el detenido Rubén Osvaldo Búfano —perteneciente, según sus declaraciones al Batallón 601 del Ejército. Los hijos de Conti —Marcelo Haroldo y Alejandra— del primer matrimonio, también reconocieron dichas fotografías, ya en sede judicial, como pertenecientes al "amigo" a quien veían en la casa de su padre cuando le efectuaban visitas; 

c) El ex cabo de la Fuerza Naval Raúl David Vilariño recuerda haber visto a Conti secuestrado en la ESMA; posteriormente, reconoce su fotografía.» Conti militaba en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). 

En lugar de un texto literario de Haroldo Conti, que felizmente se pueden conseguir en librerías, decidimos publicar esta carta —dirigida a Roberto Fernández Retamar, director de Casa de las Américas, La Habana, Cuba— por ser premonitoria: fechada en enero de 1976, anuncia que el golpe va a ser en marzo y que los militares ya sabían que iban a matar a 30.000 personas.

***


Los caminos




“y aunque la línea está cortada señalando el fin 
yo sólo digo adiós hasta que nos veamos de nuevo.” 

Bob Dylan 

 A veces pienso que los días de mi vida se parecen a las teclas de esta máquina. Son redondos y precisos y justamente porque no hacen otra cosa que escribir. Paco Urondo me ha dicho quiero que escribas algo para el Diario de Mendoza. Y yo le he dicho que bueno, que sí a esa voz precipitada que se dispara desde algún rincón de esta madre Baires y atraviesa una milla de paredes, y antes de colgar la voz me ha dicho un día de estos tomamos un café y charlamos y yo he dicho que sí, que bueno y le he pedido a mi vieja que me sirva un café y bebo en honor de Paco este solitario café que de otra manera se enfriaría en el pocillo esperando el día porque aquí no hay tiempo realmente para las ceremonias del ocio y todo se reduce a voces y urgencias y paredes y señales. 

Y ahora me siento a escribir y en el mismo momento, a seiscientos kilóme­tros de aquí, mi amigo Lirio Rocha se sienta en la puerta de su rancho, porque sus días son igualmente redondos, sólo que en otro sentido, y si el mar lo permite son también precisos, a su manera, se sienta, como digo, en la puerta de su rancho, en la Punta del Diablo, al norte de Cabo Polonio, entre el faro de Polonio y el de Chuy, y mira el mar después de cabalgar un día sobre el lomo de su chalana, porque es el tiempo de la zafra del tiburón, ese oscuro pez del invierno hecho a su imagen y semejanza, y se pregunta (es necesario que se pregunte para que yo siga vivo porque yo soy tan sólo su memoria), se pregunta, digo, qué hará el flaco, es decir, yo, seiscientos kilómetros más abajo en el mismo atardecer. 

Y entonces yo me pregunto a mí vez qué es lo que hago realmente, o para decirlo de otra manera por qué escribo, que es lo que se pregunta todo el mundo cuando se le cruza por delante uno de nosotros, y entonces uno pone cara de atormentado y dice que está en la Gran Cosa, la misión y toda esa lata, pero yo sé que a mi amigo Lirio Rocha no puedo decirle nada de eso porque él sí que está en la Gran Cosa, esto es, en la vida y que yo hago lo que hago, si efectivamente es hacer algo, como una forma de contarme todas las vidas que no pude vivir, la de Lirio por ejemplo, que esta madrugada volverá al mar, de manera que se duerme y me olvida. Y yo dejo de golpear esta máquina. 

Y ahora, que es noche cerrada y las voces y las paredes se han muerto hasta mañana y la Gran Noche de B aires se parece al mar, pongo un disco de Jobim para no morirme del todo y pienso en mi otro amigo, porque es el momento de los amigos y las ausencias, mi amigo Alfonso Domínguez, capitán, que vive también frente al mar, algunas millas más abajo sobre el lomo salado del Cabo de Santa María y que toca la flauta como Herbie Mann y talla mascarones como el Aleijandinho y aparte de eso calcula la derrota de cada barco que pasa en el horizonte y bebe una copa de vino a cada cambio de viento, siempre que no tarde dema­siado, y entonces vuelvo a golpear otra tecla y otra porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si no es por este viejo artificio, y que es igualmente urgente y necesario que mi amigo Antonio Di Benedetto y Mercedes del Carmen Thierry, que tiene los ojos más sabios .del mundo, y don Florencio Giacobone que vive en Rivadavia y prepara las mejores conser­vas de este lado de la tierra y que todos los inviernos baja al Delta a faenar un par de cerdos en el almacén del Nene Bruzzone, que nació en las islas y tripuló aquel doble par de leyenda con el flaco Bataglia cuando todos los remeros eran campeones, y el resto generoso de los muchos y buenos amigos de Mendoza tengan noticias de estos otros amigos que viven frente al mar, y es así que por fin entiendo cuál es la Gran Cosa, porque yo los junto a todos ellos, salto sobre las distancias y el tiempo y los junto a todos ellos en esta mesa del recuerdo que tiendo y sirvo para mis amigos.

Haroldo Conti




***

La balada del álamo Carolina





A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti, 
y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo. 

Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo, 
la primavera siempre volverá. 
Tú, florece. 
(Anónimo japonés) 

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo. 

Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aun que el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. 

Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos. 

Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. Tam bién ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino. 

Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria. 

Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda. 

A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descan só un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol floreci do de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agi tarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces. 

Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda. 

Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces. 

Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera. 

Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las des cascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra. 

El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra. 

Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comuni caba a través de aquel húmedo corazón. 

Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los ár­boles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aque lla dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad. 

¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus herma nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duer men propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra. 

Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvela do vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo. 

En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas. 

Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol com pleto, sintió por primera vez el dolor de su fijeza. 

Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al co mienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había apren dido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vue los. 

El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol mú sico. 

Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza. 

Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos. 

Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra. 

Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol. 

Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa. 

Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.
  
Haroldo Conti

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