jueves, 17 de mayo de 2012

Las bestias de Gustavo Caro


- Hablarles de amor a algunas mujeres es como darle de comer a las bestias. 
– dice el viejo.
- ¿Usted cree?
- Si. Estoy seguro de eso.

Unos chicos se ríen en medio de la plaza. Están jugando a un juego que no entiendo pero que parece tratarse de tomar a alguien como centro de burla.
- Mirá -continúa el viejo-, nosotros podemos ser de lo peor; infieles, borrachos, mentirosos, todo lo que vos quieras. Pero cuando una mujer te quiere hacer daño, no hay nadie mejor que ellas para eso. Pueden ser más crueles que cualquier hombre. Qué digo hombres, más que cualquier animal.
Los faroles de mercurio de la plaza están encendidos a pesar que la luz del atardecer todavía ilumina. El ambiente está cubierto de un tono amarillento. Los chicos siguen con su juego; en medio de un círculo formado por ellos, un gordito con cara de bueno trata de alcanzar una pelota que sus compañeros se pasan de pie en pie. Es el loco. Aquí lo llaman así. En mi infancia lo jugaba mucho en Santiago del Estero. Ahí le decíamos el tontito. No lo jugábamos en las plazas, allá sobraban los baldíos y las canchitas de fútbol. Aquí a las canchitas las llaman potrero. 
El gordito deja de correr y les protesta algo a sus amigos. Su cara está a punto de explotar y mientras habla trata de recuperar el aire de sus pulmones. Uno de sus amigos se ríe a carcajadas. Los demás parecen dispuestos a escuchar las protestas del gordito. El de las carcajadas es un petiso que tiene un flequillo como el de esos niños de la televisión.
- Caminás dos cuadras en cualquier dirección y podés encontrarte un mundo nuevo y desconocido. Así es esta ciudad. –el viejo seguía aquí. Casi lo había olvidado.
- Buenos Aires es una ciudad muy grande. –digo por decir algo.
- Demasiado. –resopla el viejo con resignación.
Las mujeres se habían ido de su cabeza. Al menos esa mujer de la que intentó hablar sin nombrar, como si fuese un dolor que no se puede mencionar, que se carga en silencio, haciendo mucho esfuerzo porque a veces pesa demasiado y si se pronuncia su nombre, si se lo hace sustantivo, si el mundo se entera de su existencia, ese dolor caería con toda su fuerza sobre la carne, los músculos, los huesos y los zapatos. Lo miro al viejo; arrugado, encorvado, sin dientes. ¿Cómo puede este hombre cargar con semejante peso? Su cuerpo débil, fláccido, chupado no podría soportarlo por mucho tiempo más, pienso. ¿Cuánto peso soportará el cuerpo de este viejo? ¿Hasta donde le dé la memoria para recordar? ¿Será por eso que no siguió hablando de esa mujer? ¿Por qué me habla ahora de la ciudad? ¿Quién es este viejo? 
- Si supiera todo lo que hice para encontrarla. 
Lo miro. Recién ahora lo miro bien y veo sus ojos azules que mezclan tristeza y cansancio. No sabría como describirlo mejor. Vejez, pienso. No puede ser otra cosa lo que hay en sus ojos.
- ¿Qué hizo? –pregunto sin demasiado interés.
- Muchas cosas. –responde el viejo con reticencia, como si se hubiera dado cuenta de mi desinterés.
- ¿Cuánto tiempo hace que se fue? –pregunto, tratando de ser más amable.
- Cuarenta años. Se casó con un contador de Caballito y desde entonces no la vi más.
- ¿Caballito? Pero ¿ella vive en Buenos Aires? –pregunto intrigado.
- Eso creo.
- ¿Nunca averiguó la dirección donde vive? Desde aquí el ochenta y seis lo deja en Caballito en veinte minutos.
- No. –El viejo se demora en un pensamiento. Me mira ligeramente y vuelve con sus ojos al suelo.- Una vez, hace muchos años, una prima de ella, que era la que guardaba nuestro secreto, vino a mi negocio, yo tenía un pequeño café aquí en el barrio –aclara-, a contarme que la había visto en el centro. Ella le dijo que estaba viajando a Europa por esos días. La prima entendió que se iba a vivir, pero no le preguntó nada. Según me contó, no hablaron mucho, ella estaba muy apurada y el hombre que la acompañaba no se veía muy simpático. Parece que estaban discutiendo cuando la prima los encontró.
- ¿El contador? –pregunto. Me sorprendo por mi repentino interés. El viejo también.
- No sé –dice, decepcionándome. Pienso que lo hace a propósito.
- ¿La prima no supo decirle?
- No. No se animó a preguntarle. Además, como le dije, ella estaba apurada y ni siquiera le presentó a ese hombre.
- No entiendo –digo confundido-, ¿la prima no conocía al marido de su novia? –me doy cuenta de la estupidez que acabo de decir. El viejo no acusa recibo. Al menos eso parece. Trato de disculparme.
- Perdón, no quise ofenderlo.
- Está bien, muchacho. –dice el viejo. Por primera vez habla desde su lugar de anciano. La palabra muchacho pone las cosas en su lugar. 
- No sé su nombre. –digo, buscando recomponer la conversación.
- María Elena. -responde el viejo. Me refería al nombre de él, pero lo dejo así. No insisto.
- Su prima era nuestra confidente, ella llevaba y traía las cartas que nos escribíamos. Además, era la coartada para que María Elena pudiera salir de su casa a encontrarse conmigo. Le decían al padre que iban al cine o a pasear a los bosques de Palermo o cualquier otra cosa. Yo siempre las esperaba en un bar de Corrientes y Uruguay. Su dueño era un español de apellido Castellote o Castellani. Un señor muy amable que luego se hizo nuestro amigo y nos invitaba siempre la merienda. Chocolate con churros para mí, té con leche y masas para ella. Si hacía frío, yo a veces pedía una copita de cognac. –Aquí se anima a una sonrisa.- Nos encontrábamos ahí todos los sábados. Su prima la acompañaba y la dejaba conmigo. Luego pasaba a buscarla para volver a la casa.
El viejo se queda en silencio. Ahora sus ojos buscan algo en la plaza. La recorre con la mirada hasta detenerse en los chicos que juegan al loco. Pero los deja de inmediato, sigue buscando y encuentra una joven mujer que pasea en coche a un bebé. Tampoco se queda con ellos. Su mirada se eleva siguiendo el vuelo de unas palomas que desaparecen tras las copas de unos árboles altos y frondosos; los ojos del viejo se quedan clavados en el cielo o en los árboles. Las palomas dan un largo giro y vuelven a posarse en el medio de la plaza, cerca de los niños que les dan maíz, con padres que los asisten con aburrimiento. El gordito ya no está en el medio, ahora es el petiso del flequillo el que corre tras la pelota.
Es una tarde tranquila en Parque Lezama, sin la aglomeración de gente que se produce los fines de semana. Los días corrientes de la semana al parque solo vienen los vecinos del barrio. Ellos le llaman plaza. Tal vez porque así lo sienten más cercano, más propio de la vida cotidiana del vecindario. La plaza del barrio, ahí, en la esquina. Chicos, vayan a jugar a la plaza. Lezama es una plaza grande dominada por gatos y ratas. Los domingos, con la invasión de turistas, artistas callejeros y familias con niños, los gatos se recluyen en los patios del Museo de Historia y esperan a que los invasores dejen su territorio con la caída del sol. Luego, en la oscuridad, los gatos esperan pacientes que las ratas abandonen sus nidos bajo el piso de la calesita para trepar a los árboles. La cacería nocturna, invisible para los amantes que arremeten, empecinados, contra los árboles, se da cada día, aun los domingos. 
En Santiago no hay plazas, hay baldíos y canchitas. En Santiago las madres no dicen “vayan a jugar a la plaza”, dicen “andá a jugar”. No importa dónde; hay baldíos y canchitas. Y monte, cerca de los barrios de las orillas. Pero las madres en Santiago no mandan a sus hijos ahí; ellas dicen “no vayan al monte”. El monte es peligroso, hay duendes malvados y hombres andariegos que escapan de algo. No vayas a andar hondiando –dicen las madres en Santiago-. No salgas a la siesta y no vayas al monte -repiten.
Escapábamos por la ventana y nos íbamos al monte, a la siesta. Siempre entrábamos por el mismo caminito, un sendero estrecho que se abría entre vinales y sunchos . Luego rodeábamos un viejo galpón de tinglado abandonado que había sido el primer supermercado del barrio, atravesábamos el yuyal que había crecido en lo que había sido el estacionamiento para autos, cruzábamos el alambrado del fondo y nos internábamos en el monte. Los hombres andariegos nunca nos hicieron nada. Cuando nos cruzábamos con alguno de ellos –cosa que sucedía poco al principio, pero que se fue tornando más frecuente con el tiempo-, nos hacíamos a un lado para darle lugar en el camino angosto. Nunca lo dijimos pero todos sentíamos miedo de estos hombres. Y cuando pasaban junto a nosotros, a veces rozando sus cuerpos con los nuestros, apretábamos con fuerza la horqueta y tensábamos la goma de las hondas por si teníamos que defendernos de algún ataque.
No fueron los hombres andariegos ni los duendes quienes nos causaron problemas en el monte. Fueron unos niños del barrio Los Pinos, un caserío pobre que quedaba al otro lado del monte, a quienes siempre tratábamos de evitar. Una tarde, en la canchita, decidimos dejar de jugar al fútbol y entrar al monte antes de que oscureciera. Julito, el Pollo, Marciano y yo nos metimos. El flaco Caña y Oscarcito no quisieron venir porque tenían miedo que la noche nos encontrara ahí dentro. Solo Julito llevaba honda. El Pollo cargaba su pelota y los demás cortamos los tallos de unos sunchos y nos armamos con eso. Ni bien pasamos el alambrado del viejo supermercado, apareció un grupo como de seis o siete changuitos de Los Pinos. De sus cuellos colgaban tiras de urpilitas , a las que cazaban con boleadoras de plomo. Uno de ellos traía colgado de su cintura una paloma torcaza muerta y otro llevaba en sus manos un sachita vivo. Al verlos nos quedamos helados. A mí me dieron escalofríos; incluso más que cuando nos topábamos con los hombres andariegos.
El más grande de ellos, tal vez el mayor en edad, se adelantó unos pasos y nos encaró. De su cuello colgaban las boleadoras de plomo y tenía una honda metida en la cintura del pantalón.
- Denmé la pelota –ordenó.
El Pollo retrocedió y nos echó una mirada. Marciano me miró a mí, yo miré a Julito, que traía la honda, y este, que era el último de la fila en el sendero, comenzó a correr sin aviso previo hacia el viejo supermercado. De inmediato todos lo seguimos. Marciano estaba tan asustado que me pasó en la carrera antes de que llegáramos al alambrado del estacionamiento. Luego de cruzarlo, me doy vuelta para ver a donde venía el Pollo. El grandote que pidió la pelota lo había alcanzado y lo tenía agarrado desde atrás. En el forcejeo, el Pollo se dio maña para tirar la pelota sobre la copa de un vinal y la clavó en una espina. El soplido del pinchazo se escuchó lejos. Tanto, que Marciano se dio vuelta ya cerca del galpón pero no dejó de correr. A Julito ya ni se lo veía.
Fue un instante y tan solo un pensamiento efímero que cruzó mi cabeza. No fue otra cosa la idea de ayudar al Pollo. Los otros changuitos de Los Pinos llegaron hasta él y comenzaron a golpearlo. Luego se lo llevaron a la rastra y los perdí de vista cuando rodearon el vinal. No recuerdo si el Pollo gritaba. Luego, ya con la tarde convertida en noche, su padre me preguntó todo el tiempo lo mismo. Estaba muy nervioso. Quiénes eran, cuántos, de qué edad. Esa noche me quedé en casa mirando televisión y mi viejo fue a comprarme una gaseosa a pesar de que aún no había cobrado y faltaba mucho para fin de mes. En la cocina, mi madre murmuraba con las vecinas cosas que yo no alcanzaba a escuchar claramente pero que me recordaba al cuchicheo que forma parte del silencio de los velorios. 
Semanas después, el Pollo se vino a despedir a la canchita. Era la segunda vez que aparecía por ahí después de aquella tarde. Se mudaba con su familia a otro barrio. Estaba más gordo pero también más pálido. Según nos dijo, estaba yendo a ver a un doctor que no era doctor. Como pusimos cara de no entender, nos explicó: no te pone inyecciones, solo te hace contar cosas.

El viejo se despide y baja por la ancha vereda diagonal de la plaza hasta la esquina de Brasil y Av. Paseo Colón. Se para de cara a calle Brasil disponiéndose a cruzar hacia la vereda norte. Cuando el semáforo le da paso, el viejo se queda allí parado, sin moverse. Los autos que bajan por Brasil vuelven a tener luz verde. No me explico lo que hace el viejo. Gira hacia su derecha y comienza a cruzar la Av. Paseo Colón en dirección al río. Con ese paso lento creo que no llegará a la vereda del frente antes de que el semáforo dé curso a los autos de la avenida. Imagino que lo atropellan con violencia, que su cuerpo flaco vuela por el aire y cae sobre el asfalto con un golpe seco. Que su cabeza se rompe al chocar contra el piso duro, que sus piernas se quiebran bajo la rueda de un auto que no tuvo tiempo de frenar y que un tercer coche empuja su cadáver hacia el cordón. Imagino a la gente gritando y corriendo hacia el cuerpo maltrecho del viejo. Imagino que el sol se detiene a dar esa luz amarillenta y sucia de humo que da por las tardes, todo el tiempo necesario que aquél cuadro lo requiera. Puedo ver la sangre del viejo correr junto al cordón y formar charquitos entre las hojas secas, los puchos y los papeles del piso.
Me pongo de pie y veo al viejo que sigue cruzando lentamente la avenida. Los autos bajan por Brasil hacia el río, mientras que los de Paseo Colón esperan su turno. El semáforo –y los autos- parecen esperar que el viejo llegue a la vereda, ponga un pie en el cordón, luego el otro y camine sin apuro hacia la parada del ochenta y seis.
De pronto comienzo a correr hacia la esquina opuesta de la plaza. Un grito llegó desde allí. Puedo ver que la gente empieza a amontonarse en el lugar. Paso por el espacio donde los chicos jugaban al loco. Ya no están. Bordeo un cantero de flores que no miro. Aparece la calesita frente a mí, la rodeo. La música sigue sonando aunque la calesita está detenida. Los niños, congelados sobre sus caballos, autos y cisnes de madera, miran a la esquina de donde provino el grito. Paso junto a uno de los caballos sonrientes. Viene a mi cabeza una pregunta que llevo conmigo desde hace tiempo, ¿de qué se reirá el caballo? Salto sobre una pareja que toma mate sobre el césped. Esquivo a un niño pequeño que lloriquea perdido. La esquina del tumulto está cerca. No se escucha hablar a nadie. Me están esperando –pienso. Dos mujeres cuarentonas que llevan bolsas de almacén giran sus cabezas y me miran. No hay dudas, están esperándome. 
Cuando llego, no me detengo. Sigo de largo por avenida Martín García, bajo unas cuadras antes de doblar por Azara hacia el sur, luego tomo por una calle que no conozco. Recién ahí, por fin, alcanzo a verlos. Los niños de la plaza corren desesperados; cada tanto alguno me mira por encima del hombro y les advierte a los demás. Se los ve muy asustados. El gordito va adelante de todos y lleva la pelota bien apretada bajo su brazo. Corro tras él hasta dejar atrás a los otros niños. Esa pelota, estoy seguro, debería ser mía.

Gustavo Caro

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Glosario:

Vinal: árbol bajo y espinoso típico de regiones áridas. 
Suncho: planta silvestre frondosa y de baja altura que crece en el monte de forma tupida.
Yuyal: deriva de yuyo, palabra de origen quechua que según el diccionario significa “hierba silvestre o medicinal”. En Santiago del Estero y en el norte argentino, yuyal señala la presencia de mucha cantidad de yuyo, significando con este último término tanto a las hierbas como a las plantas silvestres de baja altura que crecen en el monte. 
Horqueta: pieza de madera que forma un ángulo agudo, usualmente cortadas de pequeñas ramas de los árboles, donde se ata la goma de la honda. 
Changuito: niño.
Urpilita o urpila: paloma pequeña, del tamaño de un gorrión, de color gris claro con bandas oscuras en su cuello y alas. Su presencia es muy común y numerosa en los montes y llanuras argentinas. También se la conoce como torcazita. 
Torcaza (adjetivo/sustantivo): paloma de idénticas características que las urpilitas pero de mayor tamaño, en Santiago del Estero también se le llama “pupa” por su forma rechoncha. Al igual que a las urpilas, se la caza por su carne sabrosa. 
Sachita: pájaro pequeño cuya hembra es de color gris y el macho amarillo, que tiene un canto similar al canario. Por esta razón también se lo conoce como “sacha canario”. El término sacha -de origen quechua- antecede a lo que proviene del monte. Ej.: sacha guitarra, sacha pollo, etc. En Santiago del Estero se lo utiliza también de forma burlona para señalar aquello que está en mal estado, tiene mal aspecto y/o mal desempeño o funcionamiento. Ej.: sacha hombre, sacha estudiante, sacha auto, etc. En una acepción del castellano se podría corresponder con el vocablo casi.



Curame de Alejandro Gil



Curáme
de entre los
enfermos
que rodeamos
el mundo

Curáme:
la vista
el total
desgano
la junta de
cadáveres
que 
hacen
fila

detrás de mi

espalda

La 

imposibilidad
del paso
el inhalar y el
exhalar

Dame una banda
que siga mis
fláccidos 
músculos

Mi respiración 
tardía

Pero por sobre 
todo
dame una
banda elástica
que llegue

No le temo a
la muerte
Pero quiero
verla allá a lo
lejos
apartada y maloliente

Curáme!
De entre mis
carnes

Que se derriten
De entre mis
huesos que no
crujen

Pero dame una
vuelta cálida
más
bien apartada
de la hoguera

Alejandro Gil

***

Hombres de piedra por Inés Corton



Muerde el silencio el polvo de la culpa.
Soporta el peso inexorable de los trozos de vida
que ahora, son trozos de muerte.
Es el día después en que la tierra dobló su cintura
y se rompió desde el centro.

Todo se ha perdido, todo, 
por eso,
está todo por ganarse.
Deberemos andar un camino nuevo.
Encontrar una sabiduría diferente,
para equilibrar el desequilibrio.
Alargar la mirada y en el paisaje de tristeza,
crear nuevas palabras para nombrar
lo que ha quedado.
Nuevas realidades.
Otros seres, otras plantas, otros sonidos,
que desde la piedra traerán su historia.
En la larga noche, reinventar valores,
combinar las vidas,
recrear el fuego, 
tejer luces nuevas.
Aquietar el corazón que, convaleciente, 
disolverá las sombras.

Cada voz encontrará su propio timbre,
el silencio se descolgará entre las grietas
en busca de los brazos que lo acunen.
En la música que brote en nuevas bocas
se recuperará lo perdido,
y con ello, la medida exacta de la vida.

Desde el hombre de piedra nacerá la nueva estirpe.

Dora 
Inés Corton

***


Encuentro de Gabriel Guanca Cossa



Cuando llegué, ya estaba sentado y miraba hacia la calle. No era como me lo había imaginado. Me quedé un rato parado en el umbral. No me animaba a hablarlo, no sabía cómo empezar.
El bar olía bien: suavemente a todo, el aroma en su justa medida; algo de madera, de café, de güisqui. Seguramente ese otro aroma, que yo creía de flores, me llegaba desde las mujeres ahí presentes: de algún perfume caro que les había cubierto el cuerpo.
Una señora me sacó de la abstracción. Permiso, me dijo. Yo le pedí disculpas, mientras me corría hacia un costado. Recién entonces, él advirtió mi presencia. Me miró y yo también lo miré, sin moverme. Hizo una seña con la mano: la levantó, mostrándome la palma, y sonrió.
Caminé hasta su mesa. Se paró, tenía mi estatura, y nos saludamos con un apretón de manos.
—¿Cómo estás? —dijo.
Me quedé callado, no sabía qué responder. Tal vez debí haberle dicho: “bien ¿y usted?”. Pero no me salió. Lo miré, le sonreí y me senté.
—¿Tomamos algo? —me dijo con soltura. Me hablaba como si me conociera de toda la vida.
—¿Algo como qué?
—No sé. Un café, gaseosa ¿qué te gusta?
—Un güisqui.
—¿Güisqui?
—Sí, doble.
Asintió sonriendo y eso me agradó. Pidió dos güisquis dobles. Yo sabía que le gustaba tomar güisqui. Todo lo que sabía sobre él me lo había contado mi madre: su nombre completo, su profesión, sus gustos.
—¿Hacés deportes?
—Sí —le respondí—. Vóley, básquet… aunque me gusta más el fútbol.
Me miró un rato, en silencio. Me estudiaba. Se fijaba en cada detalle: mis palabras, mis gestos. Todo.
—Usted se jubiló el año pasado ¿verdad? —dije.
—Sí, es así. Parece que estás al tanto de mi vida.
—No mucho. Sólo lo más importante.
—Ah… —dijo y se rió— ¿Estudiás?
—Sí. Estoy en tercero de abogacía.
—Mirá vos, ¿sabés que yo…?
—Sí, pero no lo hago por eso.
—Entonces te gusta leer, ¿verdad?
—Es lo que más hago.
—A mí también me gusta leer. ¿Te interesa algún género en especial?
—Depende. Leo de todo, aunque prefiero ficción.
—En mi caso, mi profesión requiere que lea cierto tipo de libros: política, criminalística… ese tipo de cosas —dijo y se calló. Yo tampoco hablé, así que todo quedó ahí, unos segundos en silencio, porque él era quien llevaba adelante la conversación, yo sólo respondía.
Afuera seguía todo tan luminoso como cuando entré al bar. La ciudad brillaba y era como si el mundo fuese más claro. Los autos iban y venían. Vendedores ambulantes a los costados y en cada esquina, sentados sobre la vereda, a la sombra de los edificios; cuando algún semáforo daba rojo se paraban rápidamente y caminaban hacia los autos detenidos.
Dejé de mirar todo eso cuando me preguntó si prefería algún autor o temática. Le respondí, sin mirarlo, que me gustaba leer a Saer, Soriano, Arlt, algo de Pavese y Hemingway, y también un poco de Faulkner.
—Ah, mirá qué bueno —me dijo—. Te recomiendo que leas algo de Carver, Salinger...  Cheever también es bueno.
—Los voy a tener en cuenta —le dije.
—¿Otro? —dijo, alzando su vaso, mirándome a los ojos.
—Otro —respondí.
Quizá haya sido el güisqui, o tal vez la confianza había crecido en mí; lo cierto es que tomé la iniciativa y hablé. Le dije que escribía. Él me miró, asintió, echando las comisuras hacia abajo, y me preguntó qué escribía.
—Cuentos, muchos cuentos. Además tengo lista una novela y estoy empezando otra.
—¿Publicaste algo?
—Un solo cuento, en una revista. Nada más —le respondí. Él  tomó un trago. Yo hice lo mismo.
Si hubiese mirado hacia afuera, tal vez hubiera podido calcular cuánto tiempo había pasado desde mi llegada al bar. Pero no lo hice: mi mirada se quedó en el reflejo anaranjado sobre los vasos.
—¿Alguien te enseñó? —me dijo de repente.
—No. Mi mamá dice que es herencia… pobre, cree que ese tipo de cosas se heredan.
—¿Por qué no? Mi hermana escribe libros de política, biografías, artículos periodísticos…
—Ya lo sé.
—Vos sabés mucho —me dijo con ironía.
—No vivo en una burbuja — le dije, con más ironía.
Largó una carcajada y me dijo que yo le parecía una persona inteligente. Le contesté que mi madre decía que eso, también, lo había heredado. Dejó de sonreír y me miró; estaba serio, pensativo. Antes de hablar, suspiró.
—Tu mamá te habla mucho de mí —dijo.
—Antes. Ahora casi nunca.
—¿Cómo está ella?
—Muy bien… ¿le interesa saberlo?
—¿Por qué no?
—Porque ella cree que no… igual, ya ni le importa.
—¿Qué otra cosa te contó?
—¿Hay algo más? —pregunté. Lo notaba nervioso.
—A ella le gustaba leer. Yo le recomendaba libros, se los prestaba —me dijo sin mirarme. Su tono había cambiado, hablaba como si le costara pronunciar cada palabra.
Callamos. Ese silencio entre los dos, sospeché, era definitivo. Me preguntaba cuál había sido la palabra que, como una flecha, había dado en el corazón del asunto. Miré hacia fuera y vi que atardecía. Todo estaba claro aún, el sol no se había ocultado por completo.
Tuve la necesidad de volverme hacia él, quería memorizar su rostro. Me miró de repente, a los ojos. Parecíamos personas totalmente distintas a las que habían estado hablando hacía un instante.
—Supongo que querrás terminar tu carrera, comprar libros, seguir escribiendo.
—Eso es lo que quiero —respondí, mientras él me acercaba un sobre. No me sorprendí: así había resuelto el asunto con mi madre, así resolvía todo. Lo miré y le dije que no me sorprendía.
—¿Cómo decís?
—Hace veintitrés años hizo lo mismo con mi madre. Si ella hubiera aceptado aquel sobre, yo no estaría aquí.
—¿Eso también te lo contó?
—¿Por qué no? Es parte de lo que soy.
Callamos nuevamente. No volvimos a hablar, no había de qué hablar. Salimos. Si alguna vez tuvimos algo pendiente, quedó saldado en aquel bar. Abrió la puerta de su auto y me miró. Lo miré también, le di la espalda y comencé a caminar. No le dije nada, no me despedí. Las luces de algunos comercios comenzaban a prenderse.
—Ariel —me dijo. Volteé: estaba parado junto a su auto—. Mirá eso… ¿no es el mejor final para un cuento?
Miré hacia el oeste: el sol, una fina línea anaranjada, casi rojiza; más arriba, algunas nubes parecían prenderse fuego. Volví a darle la espalda sin hablar. Y caminé, dejando atrás algo más que el gran incendio de aquel atardecer.

 ***





Alrededor de Sebastian Parra


ALREDEDOR

Cuanto morbo en la borra del café
En la taza blanca, manchada de los meses
Estacionada en la mesa de luz
Y en las alacenas recónditas
Cuanto morbo en el velador que ilumina los claros sin tu pan y sin tus pechos
En las teclas y en mis dedos que no paran de reírte con el alba
Cuanta soledad hay en la calle
En el frío del recuerdo de tus ropas y tus piernas efímeras
Cuanto amor en ese vestido arremolinado y diáfano
En el escozor de la madrugada, en el rechinar de tus palabras
En la ducha tibia al levantarme en la mañana
En la música y en mis pestañas
Empantanadas de lagañas
Cuanto dulce en la memoria
En tus ojos de albahaca fresca
Cuanta felicidad en esta noche
Cuanta si no cabría en mis omóplatos
Ni se ensordecería con el viento
Cuanta dicha hay en la lluvia
Rebotando en la mamparas
Y en mi rostro flaco y en mis huesos
Cuanta dicha si hasta se ríe el pie derecho
Cuando recuerdo tus zapatos
Cuanta dicha en los silencios
Cuando me acuesto y me desdigo
Y me redigo y me enceguezco
Cuantos sueños en tus manos
Cuantos sueños en tus manos
Cuantos sueños en tus manos
Cuantos sueños
En tus manos…

Sebastian Parra

[Bs. As.]


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