miércoles, 22 de febrero de 2012

El vendedor de poemas



Después de turbar mi espíritu con “Calígula”, la inquietante puesta en escena del teatro estable tucumano, y como una manera de buscar en un café el sosiego de la charla familiar con mi esposa y mi hija, acaso para volver a esta realidad sin compensación en los trayectos reales que el teatro comunica, aunque uno se esfuerce en escapar apenas unas horas, inútil se hace esa continuidad porque la obra vista esta noche no te deja márgenes de huída. Hay un mozo que te acerca una carta; hay un deseo que se materializa al optar por una grafía y un costo, pero, sobre todo se abre el espacio de una charla sobre lo vivido, con la potenciación emocional de ver actuar a tu hijo, en el papel del actor que debe morir. ¡Carajo que te jode! 

En eso, entró al café un vendedor de poemas con esa carga de humildad que la poesía necesita para hacer sentir su tañido en el mundo y su migración por las mesas, sólo por esa necesidad de enhebrar palabras. El poeta apenas se disimulaba en sus anteojos y se le notaba los años jóvenes abiertos hacia los cielos de esa luna porfiada que se hace llamar tucumana y que nos deja sus hechizos insaciables como en esta noche de vivir el horror de un monstruo como Calígula y tantos otros, más cercanos en la historia, y esta necesidad inédita en mi visión de un vendedor de poemas que deja, en cada mesa versos para intimar o para esa frialdad perdida tras el calor contumaz de una milanesa completa o de un flan con abundante crema, servidos en la mesa contigua donde una pareja junta triglicéridos. 

Yo le compré el poema “mujer bodhisattva” por querer palabras que se sueñan en esos momentos de nocturnidad demorada, cuando simplemente, se busca trasmigrar en ese cosmos sin apetencias de ninguna santidad sino ir y venir para apreciar lo distinto, desde la esencia poética, sin conjeturas, sorprendido por lo inédito de encontrarme con un vendedor de palabras como si ellas fuesen un enorme cesto de frutas. Nicolás, supe su nombre no bien leído el poema, era una iluminación caminando por las mesas que, humildemente, solicitaba que alguien lo recibiera, con un poema para que vivan como una escalada como “una poesía encantadora, viva de luz”; luz de luna, luz de lluvia, sin ninguna solvencia invernal. 

Era el vendedor de poemas un vendedor de renaceres. Y en la lectura, iba dejando atrás ese mundo de Calígula, este mundo que lo continúa para dejarme llevar por un sueño a otro sueño, hasta la luz de un cielo con flores y música, haciéndome, acaso, versos que vuelven a vivir, lectura tras lectura. Todo el poema es bodhisattva para olvidar a cualquier Calígula enfurecido y sus dientes de lobo y sus garras de hiena; el poema tiene la bondad de las viejas estaciones de tren que se cruzan y siempre dejan la ternura de un silencio. Miro a Nicolás aceptar, por otras mesas, que no le compren un poema, pero al menos algunos lo han leído y con esa generosidad al poeta le basta porque no es una derrota si camina con coraje y con amor por el salón mientras para mí, que lo sigo con la mirada es un diáfano sol, un instante en la noche ya sin las alas negras de Calígula y sus luces tan diferente del poeta y de las mías. La poesía, con su claridad suficiente, es el roce de algún sueño en los que los misterios encuentran respuestas, como campanas que suenan para buscarse en uno mismo la luminosidad bodhisattva.- 


 Héctor Cabot


*Una fotografía de Daniel Burgos

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