sábado, 18 de febrero de 2012

Miedo


Estaban tirados, bocarriba, sobre una manta. Los pies de ella, desnudos, rozaban el pasto. Él, en cambio, se había puesto las medias y comenzaba a calzarse las zapatillas. —¿Te pasa algo?— dijo ella. 
—No. Deberíamos irnos ya… 
—¿Irnos? Yo no me quiero ir, íbamos a ver el amanecer. 
—Cambié de planes. 
Se miraron en silencio. Él volvió a sus zapatillas: se ataba los cordones. Ella seguía sobre la manta, casi desnuda, mirándolo a él. 
—Es eso otra vez, ¿verdad?— dijo ella. Sacó la remera que tapaba su entrepierna y se la puso. Él la miró, le gustaba mirarla cuando se vestía. Cuando se vestía a medias. 
—¿Eso? No entiendo…— dijo él. 
—Me refiero a lo que hablamos la otra vez.
 —Ah, eso— dijo él. Se paró y buscó su remera. Las palabras, los movimientos, todo en ellos era de una lentitud desesperante, como si tuvieran que pensarlo cinco veces antes de hacerlo. 
—¿Hasta cuándo?— preguntó ella. 
—Vamos, ya es tarde. La gente comienza a andar. 
—Yo me voy a quedar aquí. 
—Vamos. 
—Te repito: yo me quedo aquí— insistió ella. 
Volvieron a mirarse en silencio. Ella sacudió la cabeza, hizo un gesto y volteó hacia el cielo—. Me das lástima— dijo, ya sin mirarlo, casi dirigiéndose al cielo. Arriba todo comenzaba a aclararse, primero desde el este, borrando lentamente las estrellas. No tardaría en salir el sol. Él seguía buscando su remera. Ella seguía sobre la manta, la cara hacia el cielo, semidesnuda. 
—Deberías vestirte— dijo él. 
—Así estoy cómoda. 
—Está bien, ¿has visto mi remera?
 —¿Tu remera? ¿Qué se yo dónde está tu remera? 
—No la encuentro… podrías ir vistiéndote, nos tenemos que ir.
 —Cuando encuentres tu remera me visto. 
—Si te vistieras podrías ayudarme a encontrarla. 
—Pero yo no me quiero vestir.
 —Por favor, hablo en serio. 
—¿Hablás en serio? ¿Desde cuándo? Vos nunca hablás en serio. 
—Por favor… amanece. 
—Entonces, si hablás en serio, ¿por qué no me explicás lo que te pasa? 
—Me quiero ir, eso es todo. Amanece, tengo frío. 
—¿Y así es como se terminan las cosas para vos? 
—Por hoy, todo ha terminado. 
—¿Acaso no íbamos a ver el amanecer? 
—Habrá otra oportunidad. Hoy no. 
—Andate solo… yo me quedo. 
—Si eso es lo que querés, me voy. Ahora necesito mi remera. 
—Buscala solo. 
—¿Podrías ayudarme? Tengo frío. 
—Por mí, congélate. 
—Por favor. 
—No sé dónde está, buscala por ahí, sobre el pasto… Durante unos segundos no se movieron. Tampoco hablaron, ni se miraron. De repente ella soltó una carcajada. 
—Me lo imaginaba— dijo él, al tiempo que la miraba—. La tenés vos. Damela ahora… —Estás loco, yo no la tengo.
 —¡Damela ahora!— gritó él. 
—Fijate en la mochila, llorón— dijo ella, soltando un suspiro mientras sacudía la cabeza. Hubo otro silencio, aunque breve. Él caminó hacia la mochila, se arrodilló, la avió y metió la mano. Estuvo un rato así, con la mano dentro de la mochila, la espalda desnuda, encorvada. Ella soltó una risita. Él la miró.
 —Me imaginaba. Éstas son las cosas que te hacen feliz— dijo él. 
—¿Feliz, te parece que soy feliz? ¿Esto es felicidad? 
—Son las pequeñas podredumbres que te llenan de alegría— dijo él, aún arrodillado, sin sacar su mano de la mochila. 
—Vos perdés tu remera y yo soy la culpable. ¿Así funcionan las cosas? 
—No es la remera— dijo él. Estuvo unos segundos callados, sacó su mano de la mochila—. Es la forma de actuar, tus mecanismos. 
—Yo no soy una máquina, no tengo mecanismos. 
—¡Mierda! ¿Una vez en la vida podrías dejar de hacerme sentir una basura? 
—¿Alguna vez en la vida podrías dejar de arruinarlo todo? Sólo quería que cumplieras tu promesa, sólo quería ver salir el sol a tu lado. ¿Es mucho pedir? 
—Si no sos feliz conmigo podés buscarte otro. 
—No digás pavadas. Quiero que salgamos de todo esto… juntos. 
—No puedo, no sé. No te entiendo. 
—Es simple. Salgamos de esto juntos… como un equipo de rugby, todos hacen fuerza… —Sí sí, ya sé: empujan hacia el mismo lugar. Perdóname, pero no es mi estilo. 
—¿Estilo? ¿Desde cuándo te preocupa tu estilo? 
—Dejá de burlarte. 
—No me estoy burlando, es que simplemente sos patético. 
—Está bien, soy patético y me voy. 
—Claro, esa es tu manera de solucionarlo. ¿Hasta cuándo?
—No sé, pero creo que no nos queda mucho. 
—Bien. Como quieras. La próxima vez no voy a abrir la puerta, no voy a atender tus llamados ¿está claro? 
—Me quiero ir, ya es de día.
 —Es eso de nuevo ¿verdad? Es ese maldito miedo que te obliga a hacer todo esto… 
—¡Oh, otra vez lo mismo! 
—Son tus vecinos. Ellos y su vida de mierda. ¿Cuándo fue? 
—No. No es por eso. Es… no me siento seguro. 
—Antes de desnudarme parecías el hombre más seguro del mundo. Y hasta eras dulce. Siempre es así. Empieza como un cuento de hadas y acaba como la más estúpida película de terror. ¿Hasta cuándo? 
—A veces las cosas no son como uno quisiera. 
—¿Hasta cuándo? Su vida de mierda no tendría que afectarnos. No es justo. Yo no soy ella y vos no sos él. Al carajo sus peleas. Nosotros somos otra cosa. 
—Esta vez me voy, en serio. 
—Es miedo ¿verdad? Tenés miedo de que acabemos así. Y lo peor es que acabamos igual que ellos ¿te das cuenta? ¿No te parece estúpido? Siempre decís que no querés que acabemos como ellos, tus malditos vecinos ¡y es eso mismo lo que nos lleva a terminar de la misma manera! 
—Ya es de día, me voy. Te llamo a la tarde. 
—No te voy a atender. 
—Me vas a atender, siempre lo hacés.
 —Esta vez no, esta vez es definitivo. 
— Eso lo decís siempre, no te creo. 
—Esta vez va en serio. 
—Chau, me voy. 
—Con vos se va nuestra última oportunidad— dijo ella. Pero él ya se alejaba, dándole la espalda, mirando al suelo, con el torso desnudo—. ¡Eh, acabo de encontrarla!— comenzó a gritar, mientras agitaba la remera. 
Pero él se alejaba, y ella comenzó a llorar. Tiró la remera y se quedó mirándola. Él siguió alejándose, a paso lento, pensativo. Ahora sólo necesitaba llegar a su casa, darse un baño, dormir. Caminaba entre gente correctamente vestida, que volteaba para mirarlo o, simplemente, se esforzaba por no hacerlo. El sol le quemaba la espalda desnuda. Sólo quería llegar a su casa. Bañarse. Necesitaba pensar, sólo pensar. 


Gabriel Guanca Cossa


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