El tren salía a las ocho
o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la
locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes.
Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la
vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las
gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del
vecino. Para el Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de
Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la
primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se
sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a
Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan
excitados que casi se meten en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella
torre que de alguna manera presidia su vida, vista o entrevista a cualquier
hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra vida, y
ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre siempre
alli como el primer día. mientras cruzaba la plaza, pues, vió al tío por
anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían Pacífico)
encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de cartón
imitación cuero a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas,
manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que
todavía seguia allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel
Universo pero él estaba fuera y la muchacha entendió las cosas a medias.
Después trato de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y
los colectivos lo espantaban. Se había extraviado en algún punto de Leandro
Alem y antes de perder de vista la Plaza Britanica prefirió volver a Retiro y
esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al tío
pero estaba seguro de encontrarlo igual. La misma cara blanca y esponjosa
salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos deslumbrados que se
empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y
grasiento, el mismo sobretodo negro con el cuello de terciopelo, el chambergo
alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines con elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido con
los años. Eso parecía, al menos. En realidad era un mísero galpón con un par de
andenes mal iluminados. En otro tiempo, sin embargo, veóa todo aquello
coloreado por una luz misteriosa. La propia gente estaba impregnada de esa luz.
Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la
estación lucía como un circo. Pero la gente había cambiado de cualquier forma y
la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un misero galpón de
chapas lleno de ruidos y olor a frito.
Vió al tío en un banco, debajo del horario de
trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los
bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada
perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía
nada.
Reaccionó cuando lo tuvo delante. --!Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja
costumbre.
Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato.
Tenía ese olor familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres
reservados de su infancia que le sonreían, con breve indulgencia, como el tío
Ernesto, grande como un ropero y delante del cual tragaba saliva
invariablemente, o el gran tío Agustín, la única vez que lo vió el día que vino
de Bragado en aquel Ford A con cadenas que echaba una nube de vapor por el
gollete del radiador, o al propio tío Bautista cuando era el mismo por entero y
no apenas esta sombra.
Se apartaron y el tío pregunto sin soltarle los
brazos:
-Cómo va? -Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se
volvieron a abrazar.
-Y usted, que tal? --Bien, bien.
-La tía?
-Y, bien......
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró
largamente. Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel estilo.
-A qué hora sale el tren? -A las ocho y media.
-Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
-No... mejor nos quedamos aquí. ?A dónde vamos a
ir? Entre que arriman el tren,y enganchan la. locomotora se va el tiempo.
Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo
eso. Vamos.
-?Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin
lo convenció y se metieron en el bar de la estación. Consiguiercn un lugar
desde el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo del
andén número 4.
Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza de
insistir, un Cinzano con bíter.
-Cómo se largo hasta aquí?
-Eh!... hacía tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de
espanto.
-Esta parado --dijo Oreste sujetándolo por un
brazo.
No parecía convencido. Saco y examinó el viejo
Tissot con agujas orientales.
-Que te decía?... ơAh, si! Vine a ver
a mi primo, Vicente.
Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo
pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana. Sorbió
un traguito de Cinzano.
-Está viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto
abstraído que tenía cuando esperaba en el hall.
-Qué tal? Cómo va eso?-volvió a preguntar con
desgano. -Bien, bien.
-Se progresa?
-Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y todos
ellos.
-Traje una punta de encargues. La tía me pidió
unas latas de "Sal de Hunt". Hace mas de un año que anda detrás de
eso.
Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No... en
noviembre. Hace cuatro meses.
-Para qué sirve? , -Para el estómago. Es una gran
cosa. La gente toma ahora toda clase de porquerías, pero ésto es realmente
bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
-Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de
Cinzano.
-Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí todo lo
que quise.
Le mostré el tarrito al tipo y me dijo:
"Cuántos quiere?".
Apenas lo miró. Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la
ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco
años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo desapareció así un día y no lo
vió más.
-Qué tal todo aquello? -preguntó Oreste después de
un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar
de años envejecidos, una pregunta hecha a si mismo, a un negro hoyo de sombras.
-Igual.
-Los muchachos?
-Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último trago.
-Qué hora es?
-Las ocho menos cuarto.
El tío saco el reloj y lo observó inquieto.
-Casi menos diez. Vamos?
Oreste dudó un rato.
Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió
los paquetes y la valijas y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén
número 4. Parecía haberlo olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró
con extrañeza.
-Está bien, muchacho. No te molestes.
-Déle saludos a la tía. A todos.
-Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren tropezando con los
tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera a caer
encima y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para conseguir
asiento. El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato
sacó la cabeza por una ventanilla.
-Cuándo vas a ir por allá -preguntó mirando mas
bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
-Apenas pueda.
-Tenés que ir, eso es. Cuándo dijiste?
-Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la
valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
-Oreste! . . .
Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del
andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente
medio cuerpo por la ventanilla.
-Chau, querido, chau! -dijo y lo besó en la
mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.
El tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó
una mano y sonrió seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren. Corría
y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano
que no encontró respuesta.
Haroldo Conti
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