lunes, 9 de abril de 2012

::LITERATURA PARA ESCUCHAR::: Tu pequeña teoría del amor, un taciturno amor tan parecido al silencio de Sebastian Parra


::LITERATURA PARA ESCUCHAR::: 


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A veces al amor le deparan silencios. Y entre las palabras se engendran elocuentes teorías de cómo debería pensarse el amor. Siempre tuviste esa elocuencia germinal. Allá vos. En cuanto a mí, no he dejado de callarme...

De ese día conservo pocas cosas. Es mejor así. Pero el silencio es de las cosas más hermosas que logré llevarme. Y creo tener una respuesta. Clara como el agua del vaso en la cocina. Segura e inalterable, tan típico de una ocurrencia de tu alcurnia. Resulta que a vos te gustaba pensar el amor como una cosa silenciosa, diáfana y etérea que se metía por la ventana hasta enmohecerlo todo. Algo que diluía cualquier oscuridad. Un vaho hermoso que lograbas escribir en la libretita azul de tapa dura y aterciopelada, engendro de algún viaje a París en cierta época del año en que los gorriones se pelean con las hojas secas por quién es más dueño de la Rue Mouffetard. A vos te gustaba hacerte la idea del amor como un artefacto humanoide, una doncella dorada que llegaba al rescate de la vida. Allá vos. No existe tal cosa, pensaba dentro mío, pero qué importaba, vos monologabas coherente y entonada, cigarrillo en mano, después de catar una hierba mágica que sacaste de un armario amaderado y con taninos importantes. O era el vino. O la lluvia. O ambos. Lo cierto es que París y lo gauloises te habían acogido sinceros, llenos del paraíso de poesía e historia que esconde a ciencia cierta esa comarca. Y habías regresado. Y para respetar la cronología, estabas aquí, conmigo, absoluta, fumando y riendo, haciéndome el amor con los ojos y los libros. O mejor dicho, entre los libros, tomos infinitos en el suelo y en las caras. Lo cierto es que vos me hacías el amor en un perfecto francés que entonabas de los poemas de Rimbaud, un amor de palabras en las bocas y en los labios. En los labios inferiores y superiores de los dos que se movían acompasados y poéticos, deduciendo o comentando insignificancias de algún texto de Foucault, o la teoría más intrincada de Nietzche. Y a pesar de los libros y las palabras traficando recuerdos, sinsentidos, exasperaciones y sonidos, el silencio para vos era el más importante de los regalos. 

Era la forma que le dabas al amor, esa cosa azarosa que ubicabas llena de pelos y señales en el estante, para perderte por la casa fingiendo algún juego añiñado. Hasta que nos encontrábamos. Hasta que los ojos se hacían espesos. Y eso era todo. El vidrio de la ventana entre un marco de sol, el susurro de la calle en la mañana de lagañas y tés fríos debajo de los veladores. Todo muy silencioso. Así te enamorabas de la vida. Allá vos. Y entonces buscabas mi boca con tu boca. Y entonces las bocas. Esos pedazos de hombre y mujer capaces de florecer o marchitar un encuentro. Custodios del momento como guardias pretorianas de nuestro cuarto. Oh! y nuestro tacto sigiloso. Y tus piernas y tus manos. Esas cosas casi genitales que se unen y se separan para no hablarse. O para conversarse en esa lengua desesperada que es el amor. Vos y el amor. Todavía me acuerdo. A vos te gustaba el amor. Antes, en algún momento te gustó tanto el amor que me lo reclamabas a cada minuto y entonces yo te lo daba con ansias, te lo regalaba con gusto de hombre que se llena el pecho de orgullo y le dice a su amada como escupiéndole el amor sin piedad en el centro mismo de su existencia: “te amo”. Con tal vehemencia que embrutecía. Qué cosa rara, a mi me salía escupirte el amor en la cara, y te lo largaba a chorros, te derramaba mi amor en los labios y en los senos. Y eso era tan tierno. Tan intenso. Y vos quedabas exhausta, vibrando en sol mayor cuando te arropabas entre mis brazos y te caías dentro mío, para dormirte y no despertarte nunca más de la misma manera en que fuiste esa noche anterior al cíclope del ojos micrométricos. Vos me cambiás, me hacés otra, me desgarrás el alma y los huesos. Vos sos casi yo y yo soy casi vos, ¿te das cuenta? Sí, me doy cuenta, ambos somos como el mazo de naipes que se mezcla con precisión quirúrgica, y nos hacemos una sola baba espesa. Y un solo lamento, porque el sueño lacera el encanto que separa tu pelo de mis ojos. Y nos bebemos el vino del planeta, porque todo lo abarcamos, y nos leemos la obra completa de Proust en un segundo, porque todo lo abarcamos y lo asimos. Y nos respiramos y nos trocamos, y nos vendemos y nos compramos, en un círculo vicioso que vuelve una, y otra y otra vez. Y así éramos. Así fuimos. Y así somos, supongo, pero ha quedado tanto silencio por acá. De esos silencios tuyos que te rompen el alma y te hacen escribir verdades y sistemas métricos que separan el último día que te besé la boca, de este último instante insípido. Yo ya no soy vos, ni vos será yo. Pero el silencio. Eso sí, esa cosa viscosa es tan parecida al amor que ni siquiera me doy cuenta. Ese amor. Ese amor del que tanto hablás, del que tanto hablo, del que tanto fumo, del que tanto bebo, ese amor que se busca y se encuentra. Que se repite, se regenera, se reinventa. Que afortunadamente no se pierde, que se conserva, como una verdad de la física que se genera espontáneamente en tu recuerdo y en el humo que trajiste de París para ayudarte, de repente, a parecerte un poco más a mi reflejo.

Sebastian Parra

[Bs. As.]

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