Prólogo a La casa inundada y otros
cuentos
Por Julio Cortázar
A riesgo de provocar la sonrisa de no pocos críticos literarios, pienso
que la obra del uruguayo Felisberto Hernández sólo admite ser comparada con la
de otro creador situado en el extremo opuesto del mundo latinoamericano que él
conoció: José Lezama Lima.
Entiéndase que hablo de subyacencias, de tangencias, de afinidades
difícilmente descriptibles. Como el poeta y narrador cubano, Felisberto
pertenece a esa estirpe espiritual que alguna vez califiqué de presocrática, y
para la cual las operaciones mentales sólo intervienen como articulación y
fijación de otro tipo de contacto con la realidad. Al igual que los eleatas,
Lezama y Felisberto se conectan con las cosas (porque de alguna manera todo es
cosa para ellos, palabras o muebles o pasiones o pensamientos son a la vez
tangibles e inefables, sueño y vigilia) desde una intuición que sólo puede ser
instalada en el lenguaje por obra de la imagen poética, del encuentro no
fortuito de la máquina de coser y del paraguas sobre la mesa de
disecciones.
Como los eleatas, los sentidos no parecen sometidos a las facultades
intelectuales para el proceso del conocimiento, sino que entran y salen de las
cosas con el ritmo del aire en los pulmones, y el paso de ese conocimiento a la
palabra, a la comunicación, se opera dentro de ese mismo ritmo y con la mínima
mediatización posible. A partir de ese contacto sin trabas, todo el resto
–descripción, narración, anécdota- se sirve naturalmente de la razón y del
discurso, llamados a una labor subsidiaria a la que no están acostumbrados; así
la tradición de Occidente ve invertirse cada tanto su escala habitual de
valores, con lo cual el resultado es casi siempre el mismo: si pocos parecen
haber accedido al mensaje primordial de Lezama Lima en Paradiso, también son
poco los que han descifrado la clave profunda y recurrente de los relatos de
Felisberto Hernández.
Aquí la analogía cesa, y el resto son felices y vastas diferencias que
enriquecen y separan la obra de estos dos grandes narradores latinoamericanos.
Solitario en su tierra uruguaya, Felisberto no responde a influencias
perceptibles y vive toda su vida como replegado sobre sí mismo, solamente
atento a interrogaciones interiores que lo arrancan a la indiferencia y al
descuido de lo cotidiano.
No es casual que la abrumadora mayoría de sus relatos haya sido escrita
en primera persona (pero Las hortensias, gran excepción, parecería volcarlo
igualmente en el personaje central del cuento en lo que toca a las pulsiones
más hondas, acaso las más inconfesables dentro del contexto de su ambiente y de
su tiempo). Basta iniciar la lectura de cualquiera de sus textos para que
Felisberto esté allí, un hombre triste y pobre que vive de conciertos de piano
en círculos de provincia, tal como él vivió siempre, tal como nos lo cuenta
desde el primer párrafo. Pero apenas lo reconocemos una vez más -buenos días,
Felisberto, ¿cómo te irá ahora, tendrás un poco más de dinero, las piezas de
tus hoteles serán menos horribles, te aplaudirán esta vez en los teatros o los
cafés, te amará esa mujer que estás mirando?-, en ese reconocimiento que solo
ha tomado unos pocos párrafos se instala ya lo otro, el salto fulgurante a lo
único que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo
inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en
nombre de lo que se llama vivir.
Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace
pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando
la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores
dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde
suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son
insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también
infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por
explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla.
La calificación de “literatura fantástica” me ha parecido siempre falsa,
incluso un poco perdonavidas en estos tiempos latinoamericanos en que sectores
avanzados de lectura y de crítica exigen más y más realismo combativo.
Releyendo a Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la
etiqueta “fantástica”; nadie como él para disolverla en un increíble
enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino
que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en
la cosmogonía hindú. El día en que América Latina cumpla su destino
revolucionario, cualquiera leerá a Felisberto con la familiaridad que hoy falta
en muchos lectores; habremos entrado entonces en una dimensión humana que no
necesitará distinguir con artificios retóricos esas zonas de contacto que en
escritores como él anuncian la verdadera tierra del hombre y de la vida.
Siempre secretamente angustiada, la crítica literaria llamada a situar
una obra como la de Felisberto tiende a sacar de su sombrero de copa el gran
conejo blanco del surrealismo; es una manera de fijar la imagen antes de pasar
a otra cosa, y además es cierto que el conejo está muy vivo y que se pasea
continuamente sobre el piano de Felisberto. Basta leer La casa inundada o Las hortensias
para que en el reverso de los párpados asomen las pinturas de Leonora
Carrington, de Remedios Varo, de Hans Bellmer, de Paul Delvaux y de Magritte,
sin hablar de queridas sombras más remotas, Nerval o Von Arnim. Pero también
aquí opera la maniobra discriminatoria que Felisberto hubiera sido el primero
en rechazar. ¿Hasta cuándo se insistirá en situar al surrealismo en un terreno
falsamente privilegiado, lo que es una manera de marginarlo frente a una
realidad supuestamente más imperiosa e importante? ¿Hasta cuándo el absurdo
magisterio surrealista, fomentado antaño por Breton, más tarde por sus
epígonos, y siempre por una cierta crítica ávida de etiquetas simplificadoras?
Es bueno recordar que Felisberto vino una vez a París, donde
probablemente no vio a nadie; a mí me gusta pensar, con evidente transgresión
de la cronología, que si le hubiera dado la gana de encontrarse con sus
semejantes, no hubiera buscado la Iglesia del surrealismo sino a Jarry y a
Raymond Roussel. Y este último, gran inventor de cuadros vivos, hubiera amado
como nadie las muñecas de Las hortensias y las flotantes budineras de La casa
inundada, bellas como las altas creaciones de su taumaturgo Canterel.
Para algunos de nosotros, gentes del Río de la Plata, los relatos de Felisberto
no cuentan por esas coexistencias que poco le hubieran interesado a él, pero
que me parece justo citar para aquellos que van a leerlo por primera vez en
España. Lo que amamos en Felisberto es la llaneza, la falta total del empaque
que tanto almidonó la literatura de su tiempo. Totalmente entregado a una
visión que lo desplaza de la circunstancia ordinaria y lo hace acceder a otra
ordenación de los seres y de las cosas, a Felisberto no se le ocurre nunca
reflexionar sobre su país, sobre lo que está sucediendo en el plano histórico,
y se diría que su mirada se detiene en las paredes que le rodean, sin
esforzarse por extrapolar sus experiencias, por entrar en una estructura de
paisaje o de sociedad.
Entonces, no paradójicamente aunque algunos puedan pensarlo así, cada
uno de sus relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay
de su tiempo, y a mí me basta releerlos para sentirme otra vez en las calles
montevideanas, en los cafés y los hoteles y los pueblos del interior donde todo
se da como a desgano, como él daría esos conciertos de piano llenos de polillas
y cuentas sin pagar y trajes alquilados. ¿Debe pedírsele más a un narrador
capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden
ser la misma cosa?
El drama actual del Uruguay está prefigurado en Felisberto como lo está
en la obra de Juan Carlos Onetti, otro narrador que prescinde en apariencia de
la historia. Nuestras falencias -hablo del Uruguay y de la Argentina como de un
mismo país, porque lo son mal que les pese a los nacionalistas-, nuestra fuerza
secreta o desaforada, nuestra lenta, perezosa manera de ser frente al destino
planetario, toda la hermosura y la tristeza de un patio de casa pobre o de un
partido de naipes entre amigos, asoman en esa especie de invencible desencanto
que nace de los relatos de Felisberto. Testigo sin ganas, espectador al sesgo,
él toca sus tangos para mujeres nostálgicas y cursis; como todos nuestros
grandes escritores, nos denuncia sin énfasis y a la vez nos alcanza una llave
para abrir las puertas del futuro y salir al aire libre.
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