A la nostalgia, a las pasiones del alma, y al fútbol,
eterna razón de encanto y desconsuelo…
Comenzó a correr con los pantalones cortos transpirados, el abrirse y cerrar de los poros de sus piernas sintiendo la brisa a contramano, de espaldas, pero a gran velocidad, mirando al cielo como quien observa a través de un microscopio electrónico, intentando encontrar esa respuesta en la organicidad de una pelota de fútbol. Chocándose duramente con rivales de camisetas parpadeantes y mojadas, calientes, que le propinaban codazos secos y patadas a lo “yo no fui referí”, “ni lo toqué”, “fui a la pelota” y cosas por el estilo… pero de nada servía la excusa, con la pelota finalmente en los pies, dominada en el pasto que era tierra, cayó violentamente y el pitido del silbato aceleró los corazones hechos nudos o frutillas en las voces de los presentes a los costados de la cancha. Cecilio acomodó entonces la pelota y sintió la gota de sudor correrle por las mejillas para luego sucumbir estruendosa, despedazándose sobre la tierra calma. Solo era él y el arco.
El potrero. Ningún estadio con plateas ni palcos petulantes. Un potrero. Hecho y también derecho, sin estruendos. A todos nos gustaba jugar en el potrero, hacernos un nudo en el potrero corriendo la pelota como si se tratara de la final de un campeonato del mundo, de un “mi sueño es jugar un mundial y salir campeón”, si lo había escuchado en las noticias ese mismo día, en un programa que repetía los pormenores del último título mundial de nuestra selección conseguido en México ese año. Nos gustaba el potrero porque aprovechábamos las mañanas del verano para jugar a la pelota, nosotros, once amigos que nos seguíamos juntando desde la primaria, y del otro lado, ellos, los “Traviesos”, o como les gustaba llamarse a los del barrio limítrofe, un poquito más al sur, que nos chorreaban gastadas cada vez que nos cruzaban en la semana, a Chicho, a Luis, a Jaime, a Cecilio, a Lucas y a todos. A mi también. A todos. Todos éramos víctimas del gritito itinerante que ya era un clásico de la humillación, “vos sos hijo nuestro, no nos ganan más”. Y sí, en la mente futbolera de muchachos de quince años ese era un puñal difícil de sacar.
En los últimos 3 años, desde aquel 25 de enero de 1983, en el que habíamos inaugurado el campito de fútbol, el potrero a pura tierra, en la bisectriz de los dos barrios, no habíamos logrado ganarles nunca. Y eso no era poco. Aquel día, el 29 de octubre de 1986 nos juntamos por última vez. No era un día cualquiera, River Plate, equipo del cual éramos los once muchachos hinchas fanáticos, jugaba su final para decidir el campeonato de Copa Libertadores de América por primera vez en su historia. No era un día más, y vale la pena la aclaración, nosotros jugábamos con la camiseta de River, habíamos decidido comprarla a como diera lugar para armar un equipo que emulara a los grandes de la banda, Carrizo, Pedernera, Sívori, Labruna, Onega, Moreno, Passarella, y los nuevos ídolos, los que jugarían ese ansiado partido, Alonso, Funes, Pumpido, Gallego, Enrique, Alzamendi, y tantos otros que quedaron en la historia. Lo dicho, ese no era ni fue un día más. Los Traviesos, once energúmenos que juntaban entre sus participantes a hinchas de clubes tan disímiles con Boca Juniors, Independiente, Racing, Platense y Chacarita, coincidían en una sola cosa, todos eran anti River, durísimos antifútbol que no querían otra cosa que el fracaso para el equipo de nuestros amores. Nosotros, así como ellos, teníamos un nombre de guerra, una enseña futbolística de la cual enorgullecernos: “La Banda acuática del Millo”, o “Los Acuáticos” en su versión más acotada, llamada así porque la defensa y el mediocampo de la formación parecían moverse como peces en el agua, aunque los que más flotaran fueran Lucas y Cecilio, los delanteros del equipo, que lamentablemente no lograban hacerle goles ni a un arco vacío de diez metros por diez metros. En realidad iba a que, la noticia comenzó a correr el 27 de octubre a la tardecita, de boca de Cecilio, que llegó con el corazón agitado y dando saltos, a dispersar el mensaje puerta a puerta de que nos habían propuesto un partido definitorio, “de vida o muerte” según palabras del mismo Cecilio, el 29 de octubre a las 22 horas, justo en el momento en que se jugaría la esperada final de la Copa.
La cosa era que Los Traviesos, tuvieron la poco feliz, pero desafiante idea, de arreglar un partido que definiera un ultracampeonato final de un solo encuentro entre ambos bandos, ellos de un lado, y nosotros del otro. Uno solo. Ni un partido más. Y encima ese día por la noche. El que ganara se quedaría con el control del potrero y la gloria. El que perdiera sería desterrado del mundo futbolístico barrial, obligándose a buscar nueva cancha y teniendo que cargar con el fracaso, como si eso fuera poco. Enterados del asunto, nos reunimos el 28 al mediodía en la casa de Lucas a debatir sobre la propuesta. Estaba claro que era un desafío difícil de digerir, se jugaba el control del potrero que tanto nos había costado conseguir, pero además nos debatíamos por un lado ante la humillación de darnos por vencidos antes de jugar si no aceptábamos, con lo cual se vendría un ventarrón de gastadas y escupitajos en la cara hasta el día mismo en que nos mudáramos de barrio, y eso no era algo que pudiera pasar en un futuro cercano; y por el otro lado, estaba la final, nadie quería por nada en el mundo perderse la final de la Copa Libertadores, con River teniendo tantas chances de ganarla, después de vencer 2 a 1 al América, en el partido de ida en Colombia. Debatimos durante cinco horas y llegamos finalmente a un veredicto. El partido se jugaría el 29 de octubre a las 22 horas, cueste lo que cueste, ya lo habíamos decidido, si ganábamos someteríamos por fin a una humillación pública a los Traviesos y eso no era cosa para andar desperdiciando, y además podría darse la clara posibilidad de que diéramos la vuelta en el potrero emulando la consagración riverplatense, haciéndolo definitivamente nuestro. El corazón nos latía fuerte, nos dolía casi, nos sentíamos ante la responsabilidad histórica de ganar el partido y desterrar de una vez y para siempre el fantasma del barrio sur, un clásico que habíamos sentido como pesada carga y rutilante fracaso durante los últimos 3 años.
El 29 de octubre a las 22 horas hacía calor, en la piel y en el alma. Nos juntamos en el potrero con la luz del alumbrado público y la gente que apoyaba a unos y a otros como testigos de una noche que definiría el resto de nuestras vidas. Era así. Lo sentíamos así. Nosotros y ellos. Ellos, incomprensiblemente, pero con total despojo y soberbia, se jugaban infantilmente un prestigio ganado a base de partidos y goleadas, casi por el placer de vernos cruelmente humillados por última vez, por el morbo de poder pisarnos, aunque figuradamente, la cabeza con sus botines izquierdos. Nosotros en el suelo implorando clemencia, ellos desde arriba riendo a carcajadas. Nosotros no nos jugábamos ningún prestigio, estaba claro, pero sabíamos muy bien que si perdíamos quedaríamos manchados para siempre por esa olorosa grasa del fracaso y la desdicha. Pero valía la pena. Esa noche, algunos de los asistentes seguirían con sus radios los pormenores de la final en el Monumental. Nosotros no tendríamos mucho tiempo para eso, pero tendríamos el orgullo intacto, sabiendo que pasara lo que pasara, y muy a pesar de destierros, manchas y penurias, “Los Acuáticos” quedaríamos como romanos feroces batallando en Falanges, que no se esconderían cobardemente en glorias más sublimes.
Estaba todo dicho, los equipos nos paramos frente a frente, luego del sorteo, cada uno en su campo, y nos miramos a la cara por última vez. Nos desafiamos y nos dijimos seguramente un par de cosas haciendo un claro ejercicio de telepatía. El árbitro, Don Pepe, el verdulero de la plaza Belgrano que también dirigía en las divisiones de liga, impartiría justicia con su silbato. Los capitanes nos dimos las manos cruzando miradas solemnes, los ojos rojos y los ceños fruncidos. Nos deseamos suerte. Las radios quemaban, los gritos en las tribunas en el Monumental quemaban, los dientes de la gente aquí y allá quemarían seguramente. Era lo que debía ser. No había tiempo para cagones. La historia estaba echada. Y el pitazo sonó. La pelota comenzó a rodar y los corazones se hincharon, era eso, nos sentíamos nosotros y ellos seguramente como un ejército en su batalla, sabiendo que luchábamos por una causa justa, dejando el alma en cada cruce, en cada pelota, la vida en cada salto, en cada córner, en cada tiro libre. Claro, era un partido de fútbol. Chicos contra chicos. Sin embargo, el contexto lo elevaba a un acontecimiento barrial sin precedentes. Se jugaban cosas grandes. Para nosotros, adolescentes casi niños, era así. Y era justo. Pero el partido era eso, un partido de fútbol que se hacía de ida y vuelta. Áspero como una lija, pero normal. Manuel y Gonzalo, los delanteros de los Traviesos estrellaron pelotas en los palos y erraron algunos goles cuando promediaba el primer tiempo. Cecilio y Lucas hicieron algunos tiros al arco, sin suerte y sin justicia. La defensa, la nuestra, estuvo entera, el mediocampo algo cansado, pero de pie. Ellos también estaban enteros, habían aguantado tanto o más que nosotros, la carga psicológica era tremenda, que se entienda, ellos sabían que podíamos dar un paso en falso en cualquier momento, nos tiraban el historial encima, el peso de la historia, pero también conocían sus limitaciones. Estos partidos no se ganaban sólo con la camiseta.
El segundo tiempo decidió la historia. Las dos. Las radios devolvían el aliento y los gritos de casi goles en el Monumental, los “¡¡uhhh!!” ensangrentados de los hinchas, hasta que Gonzalo, luego de esquivar a Emilio, nuestro más hábil defensor, se fue al arco solo para enfrentarse con el destino. A Chicho, nuestro arquero, se le puso la cara roja, hasta el día de hoy no sabe que ángel hizo que eso ocurriera pero ocurrió, se fue corriendo a los pies de Gonzalo y éste, apurado por el achique, tiró la pelota al arco, la redonda pegó en la base del poste derecho y salió casi silbando afuera. Pura suerte. El corazón volvió a latir y entonces supimos que faltaba poco. Chicho sacó fuerte para arriba, tan fuerte que la pelota se acercó por los aires hasta el área grande de los Traviesos, Cecilio la mató de pecho y la dominó en el pasto que era tierra, pero el patadón de uno de ellos no dejó dudas en el árbitro. Penal. Era ahí. Ahora o nunca. Penal, sí, penal. Nos abrazamos todos mientras veíamos a los Traviesos protestar alrededor del árbitro. Nos abrazamos y entonces Cecilio acomodó la pelota en el puntito blanco mirando al arco. Gol de River. El “búfalo” Funes había hecho su parte, la Copa Libertadores era casi una realidad ineludible. Nosotros, debíamos hacer la nuestra. Faltaban 5 minutos y los corazones no daban más. La gente alentaba, las radios quemaban. Los corazones quemaban. La pelota quemaba. Cecilio miró al arco de frente, tomo la correspondiente carrera, aunque más larga que de costumbre, y se dirigió al infinito casi cerrando los ojos. Lo demás, ya es historia.
Sebastian Parra