sábado, 18 de febrero de 2012

Herencia



A Juan José Hernández 


 La siesta en el patio, haga frío o haga calor. La pileta llena de agua y jabón, la espuma, el olor de la ropa antes y después de ser lavada. Todo eso lo conozco desde muy chica. Durante las siestas de mi infancia, las horas se volvían largas y el aburrimiento espantoso. No tenía muñecas ni amigas.

Hoy lavo grandes cantidades de ropa en pocas horas; casi siempre, antes de echarle jabón al agua, vuelve la imagen de mi mamá fregando y enjuagando, colgando ropas de manera mecánica. Alguna vez, si mi memoria no me engaña, supimos conversar mientras lo hacía. Ella me hablaba de su niñez en el campo, de lo bello que había sido aquel tiempo. Otras veces inventaba historias; algunas que me alegraban mucho, otras que no lograban otra cosa que hundirme aun más en mis penas. Hoy, que lavo grandes cantidades de ropa en pocas horas, entiendo por qué hubo un momento en que dejamos de hablar. Me doy cuenta de que, entre palabra y palabra, ella se distraía y descuidaba su labor. Y eso no nos convenía, porque cuanto más lavara mamá, más dinero ganaría.

Fue entonces cuando el silencio entre las dos me trajo bostezos sin sueño, y mucha rabia inexplicable. No había nada que hacer, me la pasaba mirando. Y así, cuanto más miraba, descubría algunos secretos velados por la siesta. Sentada a la sombra pude ver cómo la ropa colgada reverenciaba al viento: los pantalones movían sus piernas, las remeras agitaban sus brazos como si intentaran volar, las corbatas se retorcían como víboras multicolores.

Al principio fue bastante entretenido, me gustaba. Pero algo me decía que ver lo mismo a diario era ir directo al hastío, porque a la larga resultaría aburrido ver las ropas agitarse siempre de la misma manera. Sólo las sabanas, que de vez en vez hacían panza de distinta manera, renovaban el espectáculo. Igual, después de unos días sabía cómo las sabanas embolsaban el viento y, por simple deducción, adivinaba la forma.

Para colmo, desde afuera llegaba el alboroto de los niños que jugaban. Me sobraban ganas de sumarme; pero no lo hacía, porque guardaba un mal recuerdo de la última vez que había estado con ellos. Un día, la hija del doctor Heimbrom me sacó de la ronda porque decía que yo tenía piojos. Y desde ese momento no me dejaron jugar más con ellos. Y me tuve que resignar y después de un tiempo aprendí a contenerme la bronca y el aburrimiento, y a aguantarme las ganas de salir.

Siesta tras otra, lo mismo, hoy como ayer: el olor del jabón, la intemperie, la ropa colgada. Cuando era chica, pensaba que mamá no se aburría (hoy me doy cuenta de lo equivocada que estaba). Según mi razonamiento, ella se la pasaba distraída, lavando. Por eso, un día me cansé y le pedí algo de ropa, porque le quería ayudar.

Me dijo que no, que yo era muy chica para esas cosas, que no sabría hacerlo y que terminaría estropeando alguna prenda. Me dio tanta bronca que le grité, le dije que estaba aburrida, y ella me miró como para retarme. En ese momento sentí cómo las lágrimas me mojaban el cachete. La mirada de mamá cambió. Con la cabeza ladeada, la oreja casi tocándole el hombro derecho, me dijo que aguantara un cachito, que le faltaban unos cuantos pantalones. Después nos bañábamos y salíamos a caminar un rato. Y yo le dije que sí con la cabeza, porque no podía hablar, y ella se acercó, se secó las manos en la pollera y me agarró del mentón.

Tenía las manos frías, ásperas y con olor a jabón.

Me soltó, buscó debajo de la pileta y sacó un balde celeste. Lo llenó con agua y le echó un puñado de jabón. Me llamó. En ese momento pensé que me iba a dar algunas medias, o cualquier otra ropa, para que me entretuviese lavando, pero no lo hizo. Metió la mano y agitó el agua en el balde. Vi cómo se levantaba la espuma. Me dijo que jugara con eso hasta que ella terminase de lavar.

Y yo me pasé el resto de la tarde agitando el agua. No era de lo mejor, pero me entretenía. Al otro día, lo recuerdo bien, mamá tenía doble cantidad de ropa para lavar, así que yo sola preparé el balde celeste. La tarde anterior, después de bañarnos, nos habíamos quedado en casa. A mamá le dolía mucho la espalda y nos sentamos a charlar: me habló, como siempre, de las siestas que pasaba en un lugar llamado La Laguna. También me contó que su mamá, o sea mi abuela, era lavandera, y que ella también se aburría cuando era chica. Me contó que una vez, mi abuela le había enseñado algo así como una fantasía que se lograba con un balde, agua y jabón. Le dije que yo no había encontrado nada fantástico en eso, que más bien me parecía estúpido eso de jugar con la espuma. Entonces mamá me sonrió y me contó el secreto.

Desde ese momento supe qué hacer con el balde, el agua y el jabón. Jugaba a que yo era el viento y las espumas eran nubes y el fondo del balde, el cielo. Después era al revés: el cielo era cielo y el fondo del balde mar, las espumas eran islas pequeñas, lástima que no había barcos. Hoy recuerdo que desde un principio sabía que, al final, de eso también me iba a aburrir. Y cuando eso me aburrió, mi mamá volvió a ingeniárselas para darme algo con qué entretenerme.

Pero, como siempre ocurre en la vida de gente como yo, un día todo acabó. No más cielos ni mares, ni baldes ni pantalones caminando al aire. Mi mamá se enfermó y tuvo que dejar de lavar. La última vez que la vi fue en un hospital. Estaba dormida y no me dejaron hablarla. Quedé a cargo de una tía, y ahí sí que había de todo, menos un balde con agua y jabón.

Al año, mamá murió de algo que no me interesa recordar, como no me interesa recordar lo que ocurrió después.

No sé por qué hay imágenes que están, que sobreviven, y otras que se van, se borran. Sé que hay un recuerdo para cada momento; por eso, cada vez que veo la espuma o cuelgo algún pantalón, me acuerdo de mamá, de sus manos ásperas y frías, de sus relatos de infancia rural; recuerdo sus intentos de meter cielo y mar en un balde para que yo no me aburriese. Esa actitud desesperada que recién hoy comprendo, cada vez que lleno de agua un balde, le echo jabón y se lo entrego a mi hija para que juegue. 


Gabriel Guanca Cossa

[Extraído de su libro "Una pistola vacía"]

*Puedes escucharlo en la voz del autor:





***

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...