viernes, 16 de marzo de 2012

El ciruja





Un hombre sentado en una mesa del centro mueve las manos sigilosamente. El bar, huidizo, inserto en el pozo del ruido, es Scuzzi, Callao y Corrientes, en medio de la ciudad frenética. El hombre tiene un libro en la mano. Pasa las páginas, desordenadamente. Veo su bigote seco, corto, casi alemán. Primero pienso que es él. Pero después me ataca la duda. Yo busco a un escritor que se llama Consiglio, le digo al mozo y él me mira como si fuera un loco. Se detiene un momento, controla mi aspecto y después se va. Me quedo pensando: qué b...., ¿cómo lo va a conocer?

Consiglio es un apellido que parece italiano. No es posible que tenga el aspecto estereotipado de un alemán. Pero después empiezo a pensar que sí, que sí puede ser. 

El libro tiembla en la mano del alemán. Los dedos, gruesos, bellos rubios, atacan las hojas desquitándose, hiriendo las hojas. Pienso, con razón: este es un chiflado. Cómo hay personas desquiciadas en la ciudad. El libro es un pretexto. Menea las manos hacia arriba, casi como si rezara y después se toca la pierna, se rasca la pierna. Los autos y los escapes componen la sinfonía del ruido eterno, afuera. Y empiezo a pensar que esto es un sueño. 

Mando un mensaje. Nadie contesta. ¿Mi celular no funciona? Al rato, alguien me roza la espalda. Es el mozo. Deja el café sobre la mesa. Me agarra un poco de miedo. La oscuridad empieza a acariciar la calle con su tono de pozo y los pájaros vuelan entre las gotas fugaces como dagas leves y nocturnas. No son cuervos pero parecen. Yo, en realidad, no conozco a Consiglio. Busco a un hombre que nunca he visto. Sólo sé su nombre y el número del celular. He visto, sólo por curiosidad, una foto suya en internet pero no creo que esas imágenes erráticas representen algo del escritor. Al rato, suena mi celular. Pienso: es él. Miro. Es él. Dice el mensaje: estoy en Scuzzi. ¿Y vos? Me doy la vuelta. Busco desordenadamente. Un brazo se agita en el salón. Un cuerpo se acerca. 
–¿Vos sos? 

–me pregunta Consiglio. Muevo mi cabeza. Se sienta.

–Qué loco –dice–. Estabas aquí. Me cuenta que no tiene mucho tiempo. Yo estoy ansioso. Él también. Me habla de la prosa de un libro de Onetti. Se enajena. Yo sólo lo miro y lo escucho. Jorge es delgado, de mediana estatura. Usa un bigote corto. No mueve las manos. Apenas roza su cara cuando habla. Agitado, pide un café.

–Las cosas son así, loco –dice–. No puedo parar mi obsesión por la escritura. No hay nada mejor para mí que hablar de literatura. Y Jorge habla y repite las palabras, casi como un tic. Eso me gusta. Un escritor obsesionado con la escritura. Me cuenta que hace dos días que está escribiendo sin parar. –Es una experiencia de la p... madre –dice. 

–¿Dónde? 

–Yo me voy de mi casa. Salgo a girar. Me voy a los bares, a las pocilgas de mala muerte. El otro día me fui a una que no tenía baño habilitado. No sabés. Era una letrina en medio de la ciudad. Esos lugares me encantan. Y a veces los descubro por casualidad –mira por la ventana y controla el reloj. Está apurado. Se nota
–. ¿Y vos? ¿Hace cuánto que estabas?

–Un ratito. ¿Ves a ese tipo? –señalo el hombre con aspecto de alemán–. Creía que eras vos.

–Parece un demente –dice y se ríe–. ¿Hace cuánto llegaste a Baires?
–Tres días. 

–Y ¿qué haces?.

–Escribo. Aprovecho para escribir. 

–Somos unos locos de m... –dice, enfático.

–¿Qué dice tu mujer? 

–Nada. No dice nada –Jorge pone una cara de perturbación y regocijo, hace un gesto extraño.

–El otro día fui a una pocilga acá cerca. Había dos mesas rotas y una baranda a b...., una porquería. Pero eso me gusta. Ahí está la cosa, creo –modera la voz. Baja el volumen–. No sabés. Un tipo se me acerca y me pide una moneda. Y entonces descubro de dónde viene el olor a bosta. Era él. Pero no hago nada. Me quedo quieto. Le digo que no tengo y el tipo me hace un gesto de desprecio. Después se para a mi lado y se queda mirando mi mano. Yo la tenía apoyada en un cuaderno. El tipo me mira y me pregunta qué estoy haciendo. Y yo me sorprendo. Un tipo, un ciruja, con un olor a mierda que mata, un loco perdido en el alcohol, con una pinta que espanta a cualquiera, se para, me ve con la lapicera en la mano y me pregunta qué hago. Imaginate. 

–¿Qué le dijiste? 

–Que estaba escribiendo. No le podía mentir. ¿Y sabes lo que hace el tipo? Miro
a Jorge y muevo mi cabeza en señal de respuesta y me acomodo la manga de la camisa. Él se queda en silencio por un instante. 

–El tipo se sienta al lado mío. Me dice que nunca había conocido a un escritor. ¿Te imaginás? Un ciruja, un mamarracho, se sienta con cierta parsimonia y se queda ahí, esperando a que yo escriba. Y entonces anoto unas palabras para ver cómo reacciona. Y el ciruja se queda quietito, una piedra. Me sigue las manos en el cuaderno. Parece una estatua. Y entonces no sé qué hacer. Me empiezo a poner incómodo. Imagínate. El tipo me clava los ojos, me fusila con la mirada. Me doy cuenta de que lo que hace es controlar. Y entonces muevo la lapicera y noto que el ciruja sigue ese movimiento. No se pierde una. Y ahí empiezo a no soportar la cosa. El tipo se queda callado. Y yo también. Lo miro. Él me mira. Pasan unos segundos y en un instante crucial, el tipo me pregunta una cosa clave: ¿qué es la literatura?.

–No te puedo creer –digo. 

–El ciruja me hace esa pregunta. El tipo es un filósofo, me entendés, llega a ese nivel, desde su mirada de ciruja.

–¿Qué hiciste? 

–Le dije la verdad. Le dije que no sé lo que es.

–Hiciste bien. Jorge mira por el ventanal de Scuzzi, se regodea en la llovizna negra. Los autos rompen el silencio que empieza a instalarse, impunemente, en la calle. La poca gente que ronda por el barrio camina rápido. En el Once las luces callejeras dejan una estela sombría a esa hora. Veo que Jorge recoge las manos y se toca el bigote. El alemán ya no está. Me quedo con la incógnita de saber si era un alemán. Miro el cielo cubierto y pienso que ya se está haciendo tarde; presiento que es hora de irse.

–Che –corta Jorge–. Se me hizo tarde. Me tengo que ir. Pero antes te quiero mostrar una cosa. ¿Tenés unos minutos?

–¿Para qué?

–No lo tomés a mal. Te quiero mostrar un libro. ¿Querés venir?

–Yo estoy de paseo. No tengo problema. Salimos rápidamente de Scuzzi. Subimos a un taxi. Jorge le dice al chofer que vamos a Patio Bullrich. El chofer dice una frase que no se entiende. Tiene la voz muy grave. Bajamos. El auto acelera y huye. Jorge me dice algo que no escucho. El escape hace un ruido imposible. La calle, amarilla, refleja los focos insomnes. Miro hacia las vías y compruebo que la lluvia instala una tela finísima en el cielo. Por eso es amarillo el asfalto. Jorge acelera el paso. Está apurado. Hace pasos largos. Subimos los escalones de la entrada. Mientras cruzamos el pasillo que nos lleva a la librería, miro las luces del techo. Brillantes, enormes, titilan como un cielo de estrellas.
Jorge se da cuenta de que estoy mirando. 

–¿Cuánta guita, no? –dice, risueño.

No le respondo. Sigo mirando, embelesado. De repente suelta una frase, un acertijo falso, una incógnita. 

–¿Cómo será ser la literatura? 

–¿Por qué lo decís? 

–Por Borges –responde–. Es imposible eludir la cuestión. Borges aparece siempre. Como un padre o como un h... de p..... Me río.

–Creo que tenés razón.

Entramos a la librería. 

–Vení por acá. Es un libro sueco. El tipo está loco. Lo abre. 

–Fijate. Lo tomo en mis manos. Leo. 

–Fijate –señala, torpemente, una página. Me saca el libro bruscamente–. Te cuento. El tipo dice que las cosas están mejor en Suecia, que allá la gente tiene todas las posibilidades de suicidarse. Que la luz es perjudicial para la salud. 

–Macedonio tenía fotofobia. Le vendría perfecto. 

–Claro. Imaginate. Es el mejor lugar para escribir. Estás encerrado tres meses y lo único que podés hacer es escribir. Los días no tienen diferencias entre sí. Son una masa de gris que horada la piel y la cara y el resto del mundo. Imaginate.
¿Cómo será ser ciruja en Suecia?

–No tengo la más p.... idea –digo. 

–No creo que haya cirujas como el que me crucé el otro día. 

–Quién sabe. 

–Una cosa de locos, viejo –dice y se refriega las manos. Caminamos hasta la entrada. La lluvia, finísima, tiñe los cables y el asfalto. El gris hondo y terrible quema las copas de los árboles y las caras y los paraguas escasos. Ya no queda nadie en la calle. El gris lo invade todo.

–Ya tenemos el gris –bromeo.

–Nos falta el suicidio.

–Nos falta el ciruja.

Fabián Soberon

***

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