viernes, 16 de marzo de 2012

Golpes Secos




Fueron tres golpes secos. Sonaron como disparos en la medianoche. Entre el sopor del sueño y la certeza de que sólo algo inevitable ocurría, Sergio se calzó las pantuflas; no había logrado meter la mano en la bata cuando los golpes se repitieron, ahora acompañados de voces que, imperiosas, gritaron “abran la puerta, carajo...”. La última palabra lo heló. De súbito entendió. Habían llegado también a él. No se trataba de un amigo, no era una emergencia, nadie había sufrido un accidente. Los golpes no hablaban de otros; venían en su busca.

Dicen que el miedo paraliza, pero a él lo puso en movimiento con mayor rapidez. Sin ninguna duda abrió la puerta de calle. No le dieron tiempo ni siquiera a dar un paso al costado; lo empujaron, se lo llevaron por delante cuatro de cinco individuos en traje de fajina, de autoritarismo y espanto. Se separaron por la casa como si la conocieran, casi como si fueran sus dueños. El quinto, el que quedó detrás, mientras cerraba la puerta, sacó un arma con la que lo obligó a sentarse en el sillón. En las habitaciones se oía el ruido de sillas que se corrían, cajones que caían, puertas que se golpeaban, vidrios hechos triza.

Sergio pensó en su familia, que afortunadamente estaba pasando el fin de semana en las sierras. También él debía estar allí a esas horas, pero había llegado tan cansado que prefirió dormir un rato antes de partir. Estaba sólo a una hora de viaje y llegaría pronto.Claro que en estos momentos sentía que estaba a cientos de años de los suyos y a minutos de perderlo todo...

Los cuatro fueron bajando de la planta alta y se metieron en cada habitación. Baños, cocina, todo fue revisado, desarmado, destrozado. Intentó mantener la calma pero cuando siguieron con la biblioteca y pudo ver la saña, el desprecio con que actuaban, no lo soportó y gritó “ahí no, desgraciados, no rompan los libros, llevamos generaciones...”

Y entonces, el culatazo le produjo un dolor helado primero y de inmediato, un ardor de fuego. Casi en un desmayo se tocó la cabeza y sintió la sangre que en segundos cayó sobre su cara.
Lo obligaron a sentarse nuevamente y el tipo hosco, callado hasta entonces, dijo con voz estudiadamente pausada, controlada... “Esas generaciones de las que hablás, se terminaron hoy... Ya no te van a servir para nada los libros. Mejor pensá en tu hijo. ¿Acaso no tenías uno estudiando en la universidad?”

No tenías... Ya no tenías... 

Se quedó sin fuerzas. No las tuvo ni para sostener el cuerpo de Ignacio.
[Buenos Aires]

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