- Hablarles de amor a algunas mujeres
es como darle de comer a las bestias.
– dice el viejo.
- ¿Usted cree?
- Si. Estoy seguro
de eso.
Unos chicos se ríen
en medio de la plaza. Están jugando a un juego que no entiendo pero que parece
tratarse de tomar a alguien como centro de burla.
- Mirá -continúa el
viejo-, nosotros podemos ser de lo peor; infieles, borrachos, mentirosos, todo
lo que vos quieras. Pero cuando una mujer te quiere hacer daño, no hay nadie
mejor que ellas para eso. Pueden ser más crueles que cualquier hombre. Qué digo
hombres, más que cualquier animal.
Los faroles de
mercurio de la plaza están encendidos a pesar que la luz del atardecer todavía
ilumina. El ambiente está cubierto de un tono amarillento. Los chicos siguen
con su juego; en medio de un círculo formado por ellos, un gordito con cara de
bueno trata de alcanzar una pelota que sus compañeros se pasan de pie en pie.
Es el loco. Aquí lo llaman así. En mi infancia lo jugaba mucho en Santiago del
Estero. Ahí le decíamos el tontito. No lo jugábamos en las plazas, allá sobraban
los baldíos y las canchitas de fútbol. Aquí a las canchitas las llaman potrero.
El gordito deja de
correr y les protesta algo a sus amigos. Su cara está a punto de explotar y
mientras habla trata de recuperar el aire de sus pulmones. Uno de sus amigos se
ríe a carcajadas. Los demás parecen dispuestos a escuchar las protestas del
gordito. El de las carcajadas es un petiso que tiene un flequillo como el de
esos niños de la televisión.
- Caminás dos
cuadras en cualquier dirección y podés encontrarte un mundo nuevo y
desconocido. Así es esta ciudad. –el viejo seguía aquí. Casi lo había olvidado.
- Buenos Aires es
una ciudad muy grande. –digo por decir algo.
- Demasiado.
–resopla el viejo con resignación.
Las mujeres se
habían ido de su cabeza. Al menos esa mujer de la que intentó hablar sin
nombrar, como si fuese un dolor que no se puede mencionar, que se carga en
silencio, haciendo mucho esfuerzo porque a veces pesa demasiado y si se
pronuncia su nombre, si se lo hace sustantivo, si el mundo se entera de su existencia,
ese dolor caería con toda su fuerza sobre la carne, los músculos, los huesos y
los zapatos. Lo miro al viejo; arrugado, encorvado, sin dientes. ¿Cómo puede
este hombre cargar con semejante peso? Su cuerpo débil, fláccido, chupado no
podría soportarlo por mucho tiempo más, pienso. ¿Cuánto peso soportará el
cuerpo de este viejo? ¿Hasta donde le dé la memoria para recordar? ¿Será por
eso que no siguió hablando de esa mujer? ¿Por qué me habla ahora de la ciudad?
¿Quién es este viejo?
- Si supiera todo
lo que hice para encontrarla.
Lo miro. Recién
ahora lo miro bien y veo sus ojos azules que mezclan tristeza y cansancio. No
sabría como describirlo mejor. Vejez, pienso. No puede ser otra cosa lo que hay
en sus ojos.
- ¿Qué hizo?
–pregunto sin demasiado interés.
- Muchas cosas.
–responde el viejo con reticencia, como si se hubiera dado cuenta de mi
desinterés.
- ¿Cuánto tiempo
hace que se fue? –pregunto, tratando de ser más amable.
- Cuarenta años. Se
casó con un contador de Caballito y desde entonces no la vi más.
- ¿Caballito? Pero
¿ella vive en Buenos Aires? –pregunto intrigado.
- Eso creo.
- ¿Nunca averiguó
la dirección donde vive? Desde aquí el ochenta y seis lo deja en Caballito en
veinte minutos.
- No. –El viejo se
demora en un pensamiento. Me mira ligeramente y vuelve con sus ojos al suelo.-
Una vez, hace muchos años, una prima de ella, que era la que guardaba nuestro
secreto, vino a mi negocio, yo tenía un pequeño café aquí en el barrio
–aclara-, a contarme que la había visto en el centro. Ella le dijo que estaba
viajando a Europa por esos días. La prima entendió que se iba a vivir, pero no
le preguntó nada. Según me contó, no hablaron mucho, ella estaba muy apurada y
el hombre que la acompañaba no se veía muy simpático. Parece que estaban
discutiendo cuando la prima los encontró.
- ¿El contador?
–pregunto. Me sorprendo por mi repentino interés. El viejo también.
- No sé –dice,
decepcionándome. Pienso que lo hace a propósito.
- ¿La prima no supo
decirle?
- No. No se animó a
preguntarle. Además, como le dije, ella estaba apurada y ni siquiera le
presentó a ese hombre.
- No entiendo –digo
confundido-, ¿la prima no conocía al marido de su novia? –me doy cuenta de la
estupidez que acabo de decir. El viejo no acusa recibo. Al menos eso parece.
Trato de disculparme.
- Perdón, no quise
ofenderlo.
- Está bien,
muchacho. –dice el viejo. Por primera vez habla desde su lugar de anciano. La
palabra muchacho pone las cosas en su lugar.
- No sé su nombre.
–digo, buscando recomponer la conversación.
- María Elena.
-responde el viejo. Me refería al nombre de él, pero lo dejo así. No insisto.
- Su prima era
nuestra confidente, ella llevaba y traía las cartas que nos escribíamos.
Además, era la coartada para que María Elena pudiera salir de su casa a encontrarse
conmigo. Le decían al padre que iban al cine o a pasear a los bosques de
Palermo o cualquier otra cosa. Yo siempre las esperaba en un bar de Corrientes
y Uruguay. Su dueño era un español de apellido Castellote o Castellani. Un
señor muy amable que luego se hizo nuestro amigo y nos invitaba siempre la
merienda. Chocolate con churros para mí, té con leche y masas para ella. Si
hacía frío, yo a veces pedía una copita de cognac. –Aquí se anima a una
sonrisa.- Nos encontrábamos ahí todos los sábados. Su prima la acompañaba y la
dejaba conmigo. Luego pasaba a buscarla para volver a la casa.
El viejo se queda
en silencio. Ahora sus ojos buscan algo en la plaza. La recorre con la mirada
hasta detenerse en los chicos que juegan al loco. Pero los deja de inmediato,
sigue buscando y encuentra una joven mujer que pasea en coche a un bebé.
Tampoco se queda con ellos. Su mirada se eleva siguiendo el vuelo de unas
palomas que desaparecen tras las copas de unos árboles altos y frondosos; los
ojos del viejo se quedan clavados en el cielo o en los árboles. Las palomas dan
un largo giro y vuelven a posarse en el medio de la plaza, cerca de los niños
que les dan maíz, con padres que los asisten con aburrimiento. El gordito ya no
está en el medio, ahora es el petiso del flequillo el que corre tras la pelota.
Es una tarde
tranquila en Parque Lezama, sin la aglomeración de gente que se produce los
fines de semana. Los días corrientes de la semana al parque solo vienen los
vecinos del barrio. Ellos le llaman plaza. Tal vez porque así lo sienten más
cercano, más propio de la vida cotidiana del vecindario. La plaza del barrio,
ahí, en la esquina. Chicos, vayan a jugar a la plaza. Lezama es una plaza
grande dominada por gatos y ratas. Los domingos, con la invasión de turistas, artistas
callejeros y familias con niños, los gatos se recluyen en los patios del Museo
de Historia y esperan a que los invasores dejen su territorio con la caída del
sol. Luego, en la oscuridad, los gatos esperan pacientes que las ratas
abandonen sus nidos bajo el piso de la calesita para trepar a los árboles. La
cacería nocturna, invisible para los amantes que arremeten, empecinados, contra
los árboles, se da cada día, aun los domingos.
En Santiago no hay
plazas, hay baldíos y canchitas. En Santiago las madres no dicen “vayan a jugar
a la plaza”, dicen “andá a jugar”. No importa dónde; hay baldíos y canchitas. Y
monte, cerca de los barrios de las orillas. Pero las madres en Santiago no
mandan a sus hijos ahí; ellas dicen “no vayan al monte”. El monte es peligroso,
hay duendes malvados y hombres andariegos que escapan de algo. No vayas a andar
hondiando –dicen las madres en Santiago-. No salgas a la siesta y no vayas al
monte -repiten.
Escapábamos por la
ventana y nos íbamos al monte, a la siesta. Siempre entrábamos por el mismo
caminito, un sendero estrecho que se abría entre vinales y sunchos . Luego
rodeábamos un viejo galpón de tinglado abandonado que había sido el primer
supermercado del barrio, atravesábamos el yuyal que había crecido en lo que
había sido el estacionamiento para autos, cruzábamos el alambrado del fondo y
nos internábamos en el monte. Los hombres andariegos nunca nos hicieron nada.
Cuando nos cruzábamos con alguno de ellos –cosa que sucedía poco al principio,
pero que se fue tornando más frecuente con el tiempo-, nos hacíamos a un lado
para darle lugar en el camino angosto. Nunca lo dijimos pero todos sentíamos
miedo de estos hombres. Y cuando pasaban junto a nosotros, a veces rozando sus
cuerpos con los nuestros, apretábamos con fuerza la horqueta y tensábamos la
goma de las hondas por si teníamos que defendernos de algún ataque.
No fueron los
hombres andariegos ni los duendes quienes nos causaron problemas en el monte.
Fueron unos niños del barrio Los Pinos, un caserío pobre que quedaba al otro
lado del monte, a quienes siempre tratábamos de evitar. Una tarde, en la
canchita, decidimos dejar de jugar al fútbol y entrar al monte antes de que
oscureciera. Julito, el Pollo, Marciano y yo nos metimos. El flaco Caña y
Oscarcito no quisieron venir porque tenían miedo que la noche nos encontrara
ahí dentro. Solo Julito llevaba honda. El Pollo cargaba su pelota y los demás
cortamos los tallos de unos sunchos y nos armamos con eso. Ni bien pasamos el
alambrado del viejo supermercado, apareció un grupo como de seis o siete
changuitos de Los Pinos. De sus cuellos colgaban tiras de urpilitas , a las que
cazaban con boleadoras de plomo. Uno de ellos traía colgado de su cintura una
paloma torcaza muerta y otro llevaba en sus manos un sachita vivo. Al verlos
nos quedamos helados. A mí me dieron escalofríos; incluso más que cuando nos
topábamos con los hombres andariegos.
El más grande de
ellos, tal vez el mayor en edad, se adelantó unos pasos y nos encaró. De su
cuello colgaban las boleadoras de plomo y tenía una honda metida en la cintura
del pantalón.
- Denmé la pelota
–ordenó.
El Pollo retrocedió
y nos echó una mirada. Marciano me miró a mí, yo miré a Julito, que traía la
honda, y este, que era el último de la fila en el sendero, comenzó a correr sin
aviso previo hacia el viejo supermercado. De inmediato todos lo seguimos.
Marciano estaba tan asustado que me pasó en la carrera antes de que llegáramos
al alambrado del estacionamiento. Luego de cruzarlo, me doy vuelta para ver a
donde venía el Pollo. El grandote que pidió la pelota lo había alcanzado y lo
tenía agarrado desde atrás. En el forcejeo, el Pollo se dio maña para tirar la
pelota sobre la copa de un vinal y la clavó en una espina. El soplido del
pinchazo se escuchó lejos. Tanto, que Marciano se dio vuelta ya cerca del
galpón pero no dejó de correr. A Julito ya ni se lo veía.
Fue un instante y
tan solo un pensamiento efímero que cruzó mi cabeza. No fue otra cosa la idea
de ayudar al Pollo. Los otros changuitos de Los Pinos llegaron hasta él y
comenzaron a golpearlo. Luego se lo llevaron a la rastra y los perdí de vista
cuando rodearon el vinal. No recuerdo si el Pollo gritaba. Luego, ya con la
tarde convertida en noche, su padre me preguntó todo el tiempo lo mismo. Estaba
muy nervioso. Quiénes eran, cuántos, de qué edad. Esa noche me quedé en casa
mirando televisión y mi viejo fue a comprarme una gaseosa a pesar de que aún no
había cobrado y faltaba mucho para fin de mes. En la cocina, mi madre murmuraba
con las vecinas cosas que yo no alcanzaba a escuchar claramente pero que me
recordaba al cuchicheo que forma parte del silencio de los velorios.
Semanas después, el
Pollo se vino a despedir a la canchita. Era la segunda vez que aparecía por ahí
después de aquella tarde. Se mudaba con su familia a otro barrio. Estaba más
gordo pero también más pálido. Según nos dijo, estaba yendo a ver a un doctor
que no era doctor. Como pusimos cara de no entender, nos explicó: no te pone
inyecciones, solo te hace contar cosas.
El viejo se despide
y baja por la ancha vereda diagonal de la plaza hasta la esquina de Brasil y
Av. Paseo Colón. Se para de cara a calle Brasil disponiéndose a cruzar hacia la
vereda norte. Cuando el semáforo le da paso, el viejo se queda allí parado, sin
moverse. Los autos que bajan por Brasil vuelven a tener luz verde. No me
explico lo que hace el viejo. Gira hacia su derecha y comienza a cruzar la Av.
Paseo Colón en dirección al río. Con ese paso lento creo que no llegará a la
vereda del frente antes de que el semáforo dé curso a los autos de la avenida.
Imagino que lo atropellan con violencia, que su cuerpo flaco vuela por el aire
y cae sobre el asfalto con un golpe seco. Que su cabeza se rompe al chocar
contra el piso duro, que sus piernas se quiebran bajo la rueda de un auto que
no tuvo tiempo de frenar y que un tercer coche empuja su cadáver hacia el
cordón. Imagino a la gente gritando y corriendo hacia el cuerpo maltrecho del
viejo. Imagino que el sol se detiene a dar esa luz amarillenta y sucia de humo
que da por las tardes, todo el tiempo necesario que aquél cuadro lo requiera.
Puedo ver la sangre del viejo correr junto al cordón y formar charquitos entre
las hojas secas, los puchos y los papeles del piso.
Me pongo de pie y
veo al viejo que sigue cruzando lentamente la avenida. Los autos bajan por
Brasil hacia el río, mientras que los de Paseo Colón esperan su turno. El
semáforo –y los autos- parecen esperar que el viejo llegue a la vereda, ponga
un pie en el cordón, luego el otro y camine sin apuro hacia la parada del
ochenta y seis.
De pronto comienzo
a correr hacia la esquina opuesta de la plaza. Un grito llegó desde allí. Puedo
ver que la gente empieza a amontonarse en el lugar. Paso por el espacio donde
los chicos jugaban al loco. Ya no están. Bordeo un cantero de flores que no
miro. Aparece la calesita frente a mí, la rodeo. La música sigue sonando aunque
la calesita está detenida. Los niños, congelados sobre sus caballos, autos y
cisnes de madera, miran a la esquina de donde provino el grito. Paso junto a
uno de los caballos sonrientes. Viene a mi cabeza una pregunta que llevo
conmigo desde hace tiempo, ¿de qué se reirá el caballo? Salto sobre una pareja
que toma mate sobre el césped. Esquivo a un niño pequeño que lloriquea perdido.
La esquina del tumulto está cerca. No se escucha hablar a nadie. Me están
esperando –pienso. Dos mujeres cuarentonas que llevan bolsas de almacén giran
sus cabezas y me miran. No hay dudas, están esperándome.
Cuando llego, no me
detengo. Sigo de largo por avenida Martín García, bajo unas cuadras antes de
doblar por Azara hacia el sur, luego tomo por una calle que no conozco. Recién
ahí, por fin, alcanzo a verlos. Los niños de la plaza corren desesperados; cada
tanto alguno me mira por encima del hombro y les advierte a los demás. Se los
ve muy asustados. El gordito va adelante de todos y lleva la pelota bien
apretada bajo su brazo. Corro tras él hasta dejar atrás a los otros niños. Esa
pelota, estoy seguro, debería ser mía.
Gustavo Caro
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Glosario:
Vinal: árbol bajo y
espinoso típico de regiones áridas.
Suncho: planta
silvestre frondosa y de baja altura que crece en el monte de forma tupida.
Yuyal: deriva de
yuyo, palabra de origen quechua que según el diccionario significa “hierba
silvestre o medicinal”. En Santiago del Estero y en el norte argentino, yuyal
señala la presencia de mucha cantidad de yuyo, significando con este último
término tanto a las hierbas como a las plantas silvestres de baja altura que
crecen en el monte.
Horqueta: pieza de
madera que forma un ángulo agudo, usualmente cortadas de pequeñas ramas de los
árboles, donde se ata la goma de la honda.
Changuito: niño.
Urpilita o urpila:
paloma pequeña, del tamaño de un gorrión, de color gris claro con bandas
oscuras en su cuello y alas. Su presencia es muy común y numerosa en los montes
y llanuras argentinas. También se la conoce como torcazita.
Torcaza
(adjetivo/sustantivo): paloma de idénticas características que las urpilitas
pero de mayor tamaño, en Santiago del Estero también se le llama “pupa” por su
forma rechoncha. Al igual que a las urpilas, se la caza por su carne sabrosa.
Sachita: pájaro
pequeño cuya hembra es de color gris y el macho amarillo, que tiene un canto
similar al canario. Por esta razón también se lo conoce como “sacha canario”.
El término sacha -de origen quechua- antecede a lo que proviene del monte. Ej.:
sacha guitarra, sacha pollo, etc. En Santiago del Estero se lo utiliza también
de forma burlona para señalar aquello que está en mal estado, tiene mal aspecto
y/o mal desempeño o funcionamiento. Ej.: sacha hombre, sacha estudiante, sacha
auto, etc. En una acepción del castellano se podría corresponder con el vocablo
casi.