Cuando
llegué, ya estaba sentado y miraba hacia la calle. No era como me lo había
imaginado. Me quedé un rato parado en el umbral. No me animaba a hablarlo, no
sabía cómo empezar.
El bar olía
bien: suavemente a todo, el aroma en su justa medida; algo de madera, de café,
de güisqui. Seguramente ese otro aroma, que yo creía de flores, me llegaba
desde las mujeres ahí presentes: de algún perfume caro que les había cubierto
el cuerpo.
Una señora me
sacó de la abstracción. Permiso, me dijo. Yo le pedí disculpas, mientras me
corría hacia un costado. Recién entonces, él advirtió mi presencia. Me miró y
yo también lo miré, sin moverme. Hizo una seña con la mano: la levantó,
mostrándome la palma, y sonrió.
Caminé hasta
su mesa. Se paró, tenía mi estatura, y nos saludamos con un apretón de manos.
—¿Cómo estás?
—dijo.
Me quedé
callado, no sabía qué responder. Tal vez debí haberle dicho: “bien ¿y usted?”.
Pero no me salió. Lo miré, le sonreí y me senté.
—¿Tomamos
algo? —me dijo con soltura. Me hablaba como si me conociera de toda la vida.
—¿Algo como
qué?
—No sé. Un
café, gaseosa ¿qué te gusta?
—Un güisqui.
—¿Güisqui?
—Sí, doble.
Asintió
sonriendo y eso me agradó. Pidió dos güisquis dobles. Yo sabía que le gustaba
tomar güisqui. Todo lo que sabía sobre él me lo había contado mi madre: su
nombre completo, su profesión, sus gustos.
—¿Hacés
deportes?
—Sí —le
respondí—. Vóley, básquet… aunque me gusta más el fútbol.
Me miró un
rato, en silencio. Me estudiaba. Se fijaba en cada detalle: mis palabras, mis
gestos. Todo.
—Usted se
jubiló el año pasado ¿verdad? —dije.
—Sí, es así.
Parece que estás al tanto de mi vida.
—No mucho.
Sólo lo más importante.
—Ah… —dijo y
se rió— ¿Estudiás?
—Sí. Estoy en
tercero de abogacía.
—Mirá vos,
¿sabés que yo…?
—Sí, pero no
lo hago por eso.
—Entonces te
gusta leer, ¿verdad?
—Es lo que
más hago.
—A mí también
me gusta leer. ¿Te interesa algún género en especial?
—Depende. Leo
de todo, aunque prefiero ficción.
—En mi caso,
mi profesión requiere que lea cierto tipo de libros: política, criminalística…
ese tipo de cosas —dijo y se calló. Yo tampoco hablé, así que todo quedó ahí,
unos segundos en silencio, porque él era quien llevaba adelante la
conversación, yo sólo respondía.
Afuera seguía
todo tan luminoso como cuando entré al bar. La ciudad brillaba y era como si el
mundo fuese más claro. Los autos iban y venían. Vendedores ambulantes a los
costados y en cada esquina, sentados sobre la vereda, a la sombra de los
edificios; cuando algún semáforo daba rojo se paraban rápidamente y caminaban
hacia los autos detenidos.
Dejé de mirar
todo eso cuando me preguntó si prefería algún autor o temática. Le respondí,
sin mirarlo, que me gustaba leer a Saer, Soriano, Arlt, algo de Pavese y
Hemingway, y también un poco de Faulkner.
—Ah, mirá qué
bueno —me dijo—. Te recomiendo que leas algo de Carver, Salinger... Cheever también es bueno.
—Los voy a
tener en cuenta —le dije.
—¿Otro?
—dijo, alzando su vaso, mirándome a los ojos.
—Otro
—respondí.
Quizá haya
sido el güisqui, o tal vez la confianza había crecido en mí; lo cierto es que
tomé la iniciativa y hablé. Le dije que escribía. Él me miró, asintió, echando
las comisuras hacia abajo, y me preguntó qué escribía.
—Cuentos,
muchos cuentos. Además tengo lista una novela y estoy empezando otra.
—¿Publicaste
algo?
—Un solo
cuento, en una revista. Nada más —le respondí. Él tomó un trago. Yo hice lo mismo.
Si hubiese
mirado hacia afuera, tal vez hubiera podido calcular cuánto tiempo había pasado
desde mi llegada al bar. Pero no lo hice: mi mirada se quedó en el reflejo
anaranjado sobre los vasos.
—¿Alguien te
enseñó? —me dijo de repente.
—No. Mi mamá
dice que es herencia… pobre, cree que ese tipo de cosas se heredan.
—¿Por qué no?
Mi hermana escribe libros de política, biografías, artículos periodísticos…
—Ya lo sé.
—Vos sabés
mucho —me dijo con ironía.
—No vivo en
una burbuja — le dije, con más ironía.
Largó una
carcajada y me dijo que yo le parecía una persona inteligente. Le contesté que
mi madre decía que eso, también, lo había heredado. Dejó de sonreír y me miró;
estaba serio, pensativo. Antes de hablar, suspiró.
—Tu mamá te
habla mucho de mí —dijo.
—Antes. Ahora
casi nunca.
—¿Cómo está
ella?
—Muy bien…
¿le interesa saberlo?
—¿Por qué no?
—Porque ella
cree que no… igual, ya ni le importa.
—¿Qué otra
cosa te contó?
—¿Hay algo
más? —pregunté. Lo notaba nervioso.
—A ella le
gustaba leer. Yo le recomendaba libros, se los prestaba —me dijo sin mirarme.
Su tono había cambiado, hablaba como si le costara pronunciar cada palabra.
Callamos. Ese
silencio entre los dos, sospeché, era definitivo. Me preguntaba cuál había sido
la palabra que, como una flecha, había dado en el corazón del asunto. Miré
hacia fuera y vi que atardecía. Todo estaba claro aún, el sol no se había
ocultado por completo.
Tuve la
necesidad de volverme hacia él, quería memorizar su rostro. Me miró de repente,
a los ojos. Parecíamos personas totalmente distintas a las que habían estado
hablando hacía un instante.
—Supongo que
querrás terminar tu carrera, comprar libros, seguir escribiendo.
—Eso es lo
que quiero —respondí, mientras él me acercaba un sobre. No me sorprendí: así
había resuelto el asunto con mi madre, así resolvía todo. Lo miré y le dije que
no me sorprendía.
—¿Cómo decís?
—Hace
veintitrés años hizo lo mismo con mi madre. Si ella hubiera aceptado aquel
sobre, yo no estaría aquí.
—¿Eso también
te lo contó?
—¿Por qué no?
Es parte de lo que soy.
Callamos
nuevamente. No volvimos a hablar, no había de qué hablar. Salimos. Si alguna
vez tuvimos algo pendiente, quedó saldado en aquel bar. Abrió la puerta de su
auto y me miró. Lo miré también, le di la espalda y comencé a caminar. No le
dije nada, no me despedí. Las luces de algunos comercios comenzaban a
prenderse.
—Ariel —me
dijo. Volteé: estaba parado junto a su auto—. Mirá eso… ¿no es el mejor final
para un cuento?
Miré hacia el
oeste: el sol, una fina línea anaranjada, casi rojiza; más arriba, algunas
nubes parecían prenderse fuego. Volví a darle la espalda sin hablar. Y caminé,
dejando atrás algo más que el gran incendio de aquel atardecer.
***
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