De Alejandro Nicolau hemos seleccionado los cuentos “Manisero en el Desierto del Sahara”, “No quieren que seamos felices” y “Déjà vu”, extraídos de su libro “El Libro de la Alegría”, en proceso de edición.
“Silencio, por favor. La ficción pide atención”. Así inicia, escueto pero certero, Alejandro Nicolau su exhortación al lector (“Déjà vu”).
Un silencio se abre; y poco a poco van agolpándose en sus páginas: un pedaleo incesante de bicicleta vieja, un suave deslizarse sobre un charco de lluvia un barquito de papel que en su lomo lleva inscripto “Cocteau”, los ruiditos de un joven repitiendo dos veces, dos veces sus prosaicos rituales matutinos, un relámpago avizorando el estallido de un trueno, un disparo a traición, a quemarropa, un cuerpo cayendo. Silencio en el silencio de la celda miserable y arbitraria. Silencio. La ficción pide atención.
Nicolau juega (o no juega) a hacernos creer que no lo sabe. (Y tal vez no lo sepa; no estoy segura). Juega a hacernos creer que detrás de la candidez de su narrativa no hay otra cosa que inocencia y puerilidad. Esa actitud es definitoria del tono general con que es abordada su ficción.
Todo es lo que parece ser; sin secretas intenciones minando la profundidad de los relatos, sin aberraciones, sin monstruosidades. Puro devenir prosaico.
Pero no. En Nicolau la ficción es un natural sucederse de hechos extraños, sospechosos, enrarecidos; en cuyo entramado sus personajes, sin comprenderlo demasiado (o lo que es más angustiante aún, sin intentar comprenderlo), son arrastrados por las fuerzas de un destino, cuyos vicarios son a veces las fuerzas policiales (“No quieren que seamos felices”), el tiempo y la irredenta repetición del futuro en el pasado (“Dèjá vu”), o el vehemente, irrefrenable, animal deseo de huir bien lejos…allí donde no… (“Manisero en el Desierto del Sahara”).
En Alejandro Nicolau conviven con pasmosa frescura las dicotomías: sublime y siniestro, epidérmico y profundo, universal y telúrico. Y todo ello tamizado por un subtexto que murmura, bajito le murmura al lector que no sea cándido, se ande con algunas prevenciones.
Nicolau propende al extrañamiento del lector. Lo hace creer que la ficción se inscribe en la más indefensa estética naïf. Lo hace sentirse cómodo reconociendo topografías por las que el lector tucumano transita a menudo, o que conoce de oídas (Villa Mariano Moreno). Provoca, mediante este gesto de pura camaradería, que el lector ceda en su desconfianza y baje sus defensas… Y es entonces donde comienza a filtrar… derribando una a una las inocentes convicciones que ha sabido primero promover. Crea para romper, para poder pasar a otra instancia. Interesante nihilismo en el que toda seguridad es socavada por ingenua, precisamente por ingenua.
No hay inocencia en el lector contemporáneo. No debiera haberla. Cierto es que el escritor entabla con el lector un pacto de suspensión de incredulidad, volviendo zona franca el texto en el que ambos, desde diversos lugares simbólicos, se pavonean. Cierto. Pero también es cierto que en los atribulados tiempos que corren es preciso no andarse tan confiados.
El gran texto de la Historia Argentina, el “prototexto” como gusto llamarlo, nos ha enseñado -a duras penas- que nunca más un sujeto que desaparece de la nada, sin dejar rastros, sin que nada explique su paradero, está a resguardo del sospechado delito de desaparición forzada de personas; que nada nos garantiza que no haya sido torturado, que su cuerpo no ha sido arrojado desde una avioneta al turbio Río de la Plata y que sus zapatillas blancas no floten ahora como otro pez en el agua.
El gran texto de la Historia Argentina también nos ha enseñado, truculento maestro, que ningún ciudadano puede ser privado así como así de su libertad, que las fuerzas policiales deben propender al cuidado y no a la tortura de los ciudadanos, que la libertad de expresión debe ser garantizada, que ni la literatura, ni el arte, ni la difusión cultural son delitos, que ni la creatividad, ni el compañerismo, ni el altruismo son conductas punibles.
El gran texto de la Historia Argentina nos ha enseñado que si nos andamos desprevenidos el pasado puede volver, que es preciso estar despiertos.
Y hay además, un “no-tiempo” de la acción que prefigura el “cualquier tiempo”, que puede ser este, o el que ha pasado, o el que vendrá. Esa indeterminación multiplica las interpretaciones y sofoca por imprecisa. Todos los tiempos el tiempo.
Nicolau ha sembrado con fresca puerilidad, la simiente de la sospecha. Sabe (yo creo que sabe) de la potente polisemia de su obra. Y como buen escritor que es, no rechaza ninguna posible interpretación.
Esta es la mía.-
María Belén Aguirre
*Reseñas incluidas en la antología sonora: "Autores y/o textos inéditos por sí mismos: otra antología"; Biblioteca Parlante Haroldo Conti y Peras de Olmo- Ars continua, 2011.
“Silencio, por favor. La ficción pide atención”. Así inicia, escueto pero certero, Alejandro Nicolau su exhortación al lector (“Déjà vu”).
Un silencio se abre; y poco a poco van agolpándose en sus páginas: un pedaleo incesante de bicicleta vieja, un suave deslizarse sobre un charco de lluvia un barquito de papel que en su lomo lleva inscripto “Cocteau”, los ruiditos de un joven repitiendo dos veces, dos veces sus prosaicos rituales matutinos, un relámpago avizorando el estallido de un trueno, un disparo a traición, a quemarropa, un cuerpo cayendo. Silencio en el silencio de la celda miserable y arbitraria. Silencio. La ficción pide atención.
Nicolau juega (o no juega) a hacernos creer que no lo sabe. (Y tal vez no lo sepa; no estoy segura). Juega a hacernos creer que detrás de la candidez de su narrativa no hay otra cosa que inocencia y puerilidad. Esa actitud es definitoria del tono general con que es abordada su ficción.
Todo es lo que parece ser; sin secretas intenciones minando la profundidad de los relatos, sin aberraciones, sin monstruosidades. Puro devenir prosaico.
Pero no. En Nicolau la ficción es un natural sucederse de hechos extraños, sospechosos, enrarecidos; en cuyo entramado sus personajes, sin comprenderlo demasiado (o lo que es más angustiante aún, sin intentar comprenderlo), son arrastrados por las fuerzas de un destino, cuyos vicarios son a veces las fuerzas policiales (“No quieren que seamos felices”), el tiempo y la irredenta repetición del futuro en el pasado (“Dèjá vu”), o el vehemente, irrefrenable, animal deseo de huir bien lejos…allí donde no… (“Manisero en el Desierto del Sahara”).
En Alejandro Nicolau conviven con pasmosa frescura las dicotomías: sublime y siniestro, epidérmico y profundo, universal y telúrico. Y todo ello tamizado por un subtexto que murmura, bajito le murmura al lector que no sea cándido, se ande con algunas prevenciones.
Nicolau propende al extrañamiento del lector. Lo hace creer que la ficción se inscribe en la más indefensa estética naïf. Lo hace sentirse cómodo reconociendo topografías por las que el lector tucumano transita a menudo, o que conoce de oídas (Villa Mariano Moreno). Provoca, mediante este gesto de pura camaradería, que el lector ceda en su desconfianza y baje sus defensas… Y es entonces donde comienza a filtrar… derribando una a una las inocentes convicciones que ha sabido primero promover. Crea para romper, para poder pasar a otra instancia. Interesante nihilismo en el que toda seguridad es socavada por ingenua, precisamente por ingenua.
No hay inocencia en el lector contemporáneo. No debiera haberla. Cierto es que el escritor entabla con el lector un pacto de suspensión de incredulidad, volviendo zona franca el texto en el que ambos, desde diversos lugares simbólicos, se pavonean. Cierto. Pero también es cierto que en los atribulados tiempos que corren es preciso no andarse tan confiados.
El gran texto de la Historia Argentina, el “prototexto” como gusto llamarlo, nos ha enseñado -a duras penas- que nunca más un sujeto que desaparece de la nada, sin dejar rastros, sin que nada explique su paradero, está a resguardo del sospechado delito de desaparición forzada de personas; que nada nos garantiza que no haya sido torturado, que su cuerpo no ha sido arrojado desde una avioneta al turbio Río de la Plata y que sus zapatillas blancas no floten ahora como otro pez en el agua.
El gran texto de la Historia Argentina también nos ha enseñado, truculento maestro, que ningún ciudadano puede ser privado así como así de su libertad, que las fuerzas policiales deben propender al cuidado y no a la tortura de los ciudadanos, que la libertad de expresión debe ser garantizada, que ni la literatura, ni el arte, ni la difusión cultural son delitos, que ni la creatividad, ni el compañerismo, ni el altruismo son conductas punibles.
El gran texto de la Historia Argentina nos ha enseñado que si nos andamos desprevenidos el pasado puede volver, que es preciso estar despiertos.
Y hay además, un “no-tiempo” de la acción que prefigura el “cualquier tiempo”, que puede ser este, o el que ha pasado, o el que vendrá. Esa indeterminación multiplica las interpretaciones y sofoca por imprecisa. Todos los tiempos el tiempo.
Nicolau ha sembrado con fresca puerilidad, la simiente de la sospecha. Sabe (yo creo que sabe) de la potente polisemia de su obra. Y como buen escritor que es, no rechaza ninguna posible interpretación.
Esta es la mía.-
María Belén Aguirre
*Reseñas incluidas en la antología sonora: "Autores y/o textos inéditos por sí mismos: otra antología"; Biblioteca Parlante Haroldo Conti y Peras de Olmo- Ars continua, 2011.
NO QUIEREN QUE SEAMOS FELICES
DEJÀ VU
MANISEROS EN EL DESIERTO DEL SAHARA
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